ESTRENO
Crítica de 'Hillbilly, una elegía rural': sin complicación política ni sutileza
Esta adaptación de las memorias de J.D. Vance esquiva matices ambivalentes y reduce a sus personajes a parodias involuntarias
Juan Manuel Freire
Periodista
Periodista y crítico cultural.
Juan Manuel Freire
Hace unos años, las memorias de J.D. Vance se convirtieron en lectura casi obligada para todo el que quisiera entender la victoria electoral de Trump. Vance, recordemos, es un hijo de la clase trabajadora de Ohio que, contra las fuerzas económicas y sociales, logró graduarse en derecho en Yale, protagonizar una charla TED o, bueno, fraternizar con un magnate de Silicon Valley como Peter Thiel, fundador de Palantir. Pero esta última es otra historia.
La historia que Ron Howard quiere contar es menos peliaguda. A partir de un redundante guion de Vanessa Taylor, ha convertido el libro de Vance en un melodrama familiar sin complicaciones políticas, matices ambivalentes ni personajes que reflejen claramente los aspectos más nocivos del ideario ultraconservador. Es solo la historia de un chico especial y la complicada familia que por poco lo hunde, pero que a fin de cuentas le hizo quien es.
Esto último tampoco tendría por qué estar mal. Pero 'Hillbilly, una elegía rural' es bastante mala. Howard puede ser un buen narrador y aquí acierta, a veces, a la hora de mezclar los diferentes tiempos en que se desarrolla la historia: infancia, adolescencia y juventud universitaria de J.D., encarnado en esta última época por un notable Gabriel Basso, el eslabón perdido entre Vincent D'Onofrio y Chris Pratt. Pero, en general, esta vez Howard se equivoca: aborda cada giro emocional con la sutileza de un martillo pilón y reduce a los personajes a parodias involuntarias. Lo que, se supone, está concebido como un homenaje (sincero o no) a los grandes olvidados de América tiene bastante de condescendencia (consciente o no).
Quisiera poder decir que Amy Adams hace otro trabajo para la leyenda, pero el de madre heroinómana de J.D. no será recordado como uno de sus mejores papeles, aunque cuando cambia los gritos (o el patinaje desbocado) por el fulgor de una mirada todavía puede brillar. Tampoco Glenn Close, que hace de la abuela brusca-pero-inspiradora, merece ser nominada al Oscar: dejemos de premiar a los actores solo por acceder a pasar un par de horas extra en la sala de maquillaje. Y no, Hans Zimmer tampoco muestra su mejor cara en la partitura; se limita a decir cuándo hay que llorar.
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