LO NUNCA VISTO

Un Sant Jordi apagado en una ciudad fantasma

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Marta Cervera

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Sin paradas de libros, sin gente, sin bullicio, sin agobios de tráfico. Así, sin apenas vida en una ciudad apagada se ha vivido este Sant Jordi en una Barcelona fantasma. Quienes solían salir a pasear y a disfrutar de este día tan especial se quedaron encerrados en casa. A falta de puestos de libros donde perderse, algunos acudieron a esas tiendas casi desaprecidas que son librería pero venden prensa, lo que les ha permitido seguir abriendo durante la pandemia. En varias la gente esperaba con ganas de adquirir un libro como es tradición, aunque con una selección mucho más reducida de títulos. También en las panaderías la gente esperaba para comprar ese sabroso pan tan típico con queso y sobresada imitando la senyera. Esas colas con separación de un metro entre la gente fueron las mayores concentraciones de un Sant Jordi atípico.

A diferencia de otros años, no había ni un alma en esa arteria arbolada que de Diagonal llega a plaza Catalunya y sigue hacia el mar hasta desembocar en el puerto. Rambla Catalunya y Las Ramblas suelen estar tan llenas de gente como los vagones de metro en hora punta en Sant Jordi pero hoy eran un desierto. Daba pavor. Pocos se animaron a decorar balcones. Algunos lucían esas rosas tan habituales en otras épocas, otros dibujos infantiles de dragones y algunos vecinos optaron por  dedicarle una pancarta al héroe de nuestros días: la sanidad pública. En la plaza del Rellotge de Gràcia el kiosquero se había espabilado y vendía rosas.  "Las tengo reservadas", le decía a un cliente que se interesó por ellas. 

Ganas, todas

En Las Ramblas otro vendedor de diarios se lamentaba de lo apagado y triste que resultaba este extraño Sant Jordi. Tenía el chiringuito chapado a las 13.30. "Otros años esto era la locura", dice con cara de resignación. "Es muy triste porque la gente quiere celebrarlo. Me pedían libros pero solo tenía uno o dos".

Me cuenta que la policía ha detenido a una gitana que vendía rosas en la calle Tallers. Más abajo, en la Rambla de les Flors con todos los puestos con la persiana bajada, las únicas rosas las repartía la pastelería Escribà junto a sus pasteles de pequeñas proporciones: individual o para dos personas. 

En época de confinamiento, toca adaptarse. Cuando llegué ya no quedaban flores. Lo que sí le quedaba al maestro pastelero eran ejemplares de su libro L' obrador dels prodigis, una novela sobre su familia que Christian Escribà publicó hace un año con Sílvia Tarragó. "Nunca había visto La Rambla así, esto es histórico", señaló el pastelero.

Quiso aprovechar la 'diada' para reabrir la coqueta tienda y dulcificar la vida de sus clientes del Raval. Siempre positivo, él es de los que ve el vaso medio lleno. Su filosofía budista le ayuda a ver el cambio radical provocado por el covid-19 como una oportunidad. Como las librerías, él había dejado de vender al público en ese local y solo repartía pedidos por internet. Ahora, como la mayoría, medita cómo afrontar el futuro. "Habrá que reinventarse. Será como volver a nacer pero con toda la experiencia que tenemos acumulada". Parece feliz ante la idea. Eso anima.

Dulce tentación

De regreso a casa, me cruzo con un motorista cargado de rosas que acaba de aparcar. Va a tope, como los ciclistas de repartidores que hacen de mensajeros del amor entre los Sant Jordi y las princesas actuales a quienes el coronavirus ha separado o unido en este extraño confinamiento donde las necesidades básicas pueden estar cubiertas pero falta lo más básico: calor humano.

Una decena de mensajeros eco esperan ante una famosa marca suiza de bombones. Del cacao,  presente en Como agua para chocolate , de Laura Esquivel, entre otros, se valora su capacidad afordisíaca y su función antidepresiva. No es extraño que a falta de libros en Rambla Catalunya, frente a la pastelería Mauri hubiera cola de gente esperando a comprar unas chocolatinas que imitan un volumen abierto con una rosa entre sus páginas. Una dulce manera de reinventar la tradición.