La temible renovación del Tribunal Constitucional

En Canadá, los aspirantes a formar parte del Tribunal Supremo tienen que responder a un cuestionario sobre su concepción de la función de magistrado

Los magistrados del Constitucional, antes de un pleno.

Los magistrados del Constitucional, antes de un pleno.

EDUARD ROIG

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El próximo día 1 de enero termina el mandato de tres magistrados del Tribunal Constitucional. La designación de cuatro nuevos miembros corresponde al Senado, por mayoría de 3/5, a propuesta de los parlamentos de las comunidades autónomas. Es de temer que el procedimiento no se cumpla en plazo y, sobre todo, que volvamos a asistir a un espectáculo lamentable de cruce de acusaciones de politización, comparecencias parlamentarias vacías de contenido y con la decisión ya tomada, quejas de exclusión del proceso y, en suma, que clavemos un nuevo clavo en el ataúd del Tribunal Constitucional que con tanto denuedo hemos fabricado a lo largo de los últimos 15 años, al menos. Los riesgos en esta ocasión son múltiples:

En primer lugar, el Tribunal sigue en el centro de algunos de los debates políticos más relevantes y enquistados y, especialmente, del debate sobre la independencia de Catalunya. La dinámica de partidos, gobiernos y parlamentos no ha hecho nada para reducir esa sobreexposición; por el contrario, se ha empeñado en incrementarla, con reformas como la que atribuye al alto tribunal la adopción de medidas coercitivas para la efectividad de sus decisiones. En este contexto es ilusorio pensar en una designación de magistrados que no prime la consideración de estas cuestiones; tanto en la decisión del Senado como en su recepción en los medios de comunicación.

En segundo lugar, la deslegitimación general de la actuación de los partidos políticos y su influencia sobre todas las instituciones políticas se ha reforzado si cabe en los últimos años. Tras los irreparables daños derivados de las recusaciones planteadas ante el TC en el recurso de inconstitucionalidad del Estatut de Catalunya o del debate sobre la cercanía de algunos magistrados a los partidos que les propusieron (en la forma de militancia o, a mi juicio más gravemente, de influencia en la elaboración de las reformas que el tribunal ha juzgado), las nuevas designaciones pueden convertirse en un campo de minas para quien alguna vez haya participado en debates políticos.

LA DESIGNACIÓN

En tercer lugar, el procedimiento de designación de magistrados por el Senado se realiza a propuesta de los parlamentos autonómicos. El antecedente de la anterior designación (entre 2007 y 2010) alcanzó cotas de desnaturalización difíciles de repetir: los grupos parlamentarios del PP en todos los parlamentos autonómicos propusieron a los mismos dos candidatos, bloqueando cualquier acuerdo que no pasara por sus nombres; y la solución final, con tres años de retraso, exigió recurrir a la posibilidad excepcional de designar a una persona no propuesta por los parlamentos autonómicos para solventar ese mismo problema.

El contexto actual permite pensar en que esa situación no se repetirá, aunque existen dudas relevantes sobre si la práctica de nuestros parlamentos autonómicos y del Senado permitirá considerar que se toman en serio un procedimiento que expresaría como pocos el carácter auténticamente descentralizado y plural de nuestro sistema territorial y que permitiría desarrollar una auténtica elección pública entre una pluralidad abarcable de candidatos.

En último lugar, el debate que se ha producido ya en el Parlament de Catalunya invita también al pesimismo: aunque nos hemos ahorrado el sometimiento de los eventuales candidatos a un test de crítica a la propia institución del TC, el Parlament ha optado por seguir en la línea de la “desconexión” y evitar proponer candidatos. Si quien lea esto cree que lo que ocurra en Cataluña es poco relevante para el futuro del Tribunal, creo que yerra profundamente, pues no hay Tribunal que aguante la pérdida de confianza de la sociedad en la que pretende juzgar.

En ese contexto no sorprenderá que no espere que la renovación contribuya a la mejora del Tribunal, en su funcionamiento y en su consideración pública. Sin embargo, alguna ilusión debo mantener si escribo este artículo, recordando sólo que si tenemos un Tribunal Constitucional (de elección parlamentaria) es porque creemos que sus sentencias exigen una discusión y adopción que tenga en cuenta los valores de la comunidad política y su pluralidad, algo difícilmente separable de los partidos políticos.

CALIDAD Y AUTORIDAD

El TC es y debe ser un tribunal en el que sean relevantes los valores políticos de sus miembros. Aunque no deba ser un tribunal en el que esos miembros actúen predominantemente en función de su cercanía a uno u otro partido. Por ello, a mi juicio, el debate no es sobre la (pública y deseable) posición ideológica o partidaria de cada magistrado, sino sobre su calidad y autoridad para mantener posiciones distintas a las del partido que le propone en casos concretos y en función de los límites y valores que debe defender una institución de control de constitucionalidad; y sobre su capacidad para que el Tribunal vuelva a ser un instrumento para convencer de la vigencia de la Constitución y sus valores y desarrollar su función de integración.

No es un debate imposible. Hace pocas semanas el profesor Xavier Arbós nos informaba en su imprescindible twitter del procedimiento de designación de magistrados del Tribunal Supremo canadiense, y podía leerse, con profunda envidia, que los candidatos debían responder por escrito a un cuestionario sobre su concepción de la función de magistrado. Algo tan simple significaría ya una mejora muy relevante en  nuestro procedimiento de designación. Si algún senador no sabe qué preguntar a los candidatos que comparezcan ante el Senado (a ser posible antes de la propuesta de los cuatro definitivos), o algún parlamentario autonómico a los que lo hagan en sus cámaras, en su caso, o algún líder político quiere saber a quién va a proponer, quizás la lectura de esos cuestionarios pueda darle alguna idea.

Si necesita más, que pregunte a los candidatos sobre qué cambios exige la Constitución en nuestra práctica judicial (quizás un procesalista entre tanto juez podría darles alguna idea), en el funcionamiento parlamentario o en el ámbito que elija de nuestra regulación legal; o qué opina sobre el valor jurídico de algunos preceptos constitucionales: desde el derecho a la salud a los supuestos del decreto-ley. Y si alguien le convence en todo o no le sorprende en nada, que escoja a otro.