PRIMERO DE MES

Memoria de sufrimiento

NAJAT EL HACHMI

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Los que accedimos al mercado laboral durante los mejores años de la burbuja fuimos unos pringados de primera. Los jóvenes que tienen que hacer este paso hoy día lo tienen muy crudo y son los que llenan los elevados tantos por ciento de paro juvenil y protagonizan las historias de emigración al extranjero. Su situación no es nada envidiable, pero es que a nosotros, los que ahora pasamos de la treintena, nos hicieron creer que todo iría bien siempre. Fuimos la carne fresca más joven para fomentar el consumismo y la cultura de un carpe diem vertiginoso. Nos formaron en la democracia, nos nutrieron el espíritu crítico contra las injusticias, las desigualdades y la falta de libertades. Nos enseñaron a ser ciudadanos pero también perfectos y eternos consumidores. Teníamos que tenerlo todo: un trabajo que nos gustara y fuera nuestro sueño hecho realidad, una casa con todos los equipamientos, coche, carrera si podía ser (y si no, tampoco era necesario; si se podía hacer realidad el sueño antes cogiendo un atajo, aún mejor) y relaciones que no nos ataran ni nos anclasen en un modelo obsoleto de pareja.

¿Estabilidad? ¿Seguridad? Esto formaba parte del pasado. Nosotros éramos como aquellos JASP del anuncio y no necesitábamos consejos de viejos que parecían sacados de la posguerra. La publicidad ya se encargaba de guiarnos por estos caminos, aunque la realidad para muchos de nosotros hiciera imposible alcanzar esos objetivos. La precariedad laboral se instauró como norma para nuestra generación. Recuerdo pintadas en los primeros locales donde habían abierto las empresas de trabajo temporal, pero cuando tienes 20 años y la vida te parece eterna, que te hicieran un contrato de una hora con un curso de riesgos laborales para aquel contrato que duraba dos te parecía incluso divertido. Nos decíamos: nosotros somos adaptables, este es nuestro mundo.

Si sufríamos porque no podíamos asumir las exigencias colectivas y teníamos que mirar al milímetro cada gasto, nos lo callábamos, porque la mayoría parecía que surfeaba todas las olas con éxito. Ahora nos hemos dado cuenta de que éramos casi todos los que callábamos y soportábamos sumisos unas cargas inasumibles. ¿Qué tenías que hacer si veías a tus coetáneos coger vuelos cada fin de semana para comer en Roma o cenar en París? ¿Cómo tenías que explicar que tú, trabajando, incluso teniendo un trabajo y medio, apenas llegabas a fin de mes? Pues creer que tus problemas solo eran tuyos y tú eras el único responsable de tus fracasos.

Ahora que se ha desacelerado todo, ahora que el ritmo es más lento, que no disponemos de dinero para ocupar el tiempo que hemos tenido siempre, a una parte importante de esta generación nos ha dado por pensar, por analizar todo lo que ha pasado exactamente como si hubiéramos pasado una gran catástrofe colectiva. Algunos hemos decidido que intentaremos, termine o no termine la crisis, dure lo que dure, no olvidar nunca más las trampas donde caímos y queremos valorar la vida y otros intangibles por encima de cualquier bien. Digo intentaremos, porque la memoria es corta cuando tiene que recordar el sufrimiento. Mejor así, claro, cuando salgamos de esta valdrá más que olvidemos lo que hemos pasado, pero sería bueno que guardáramos como legado las lecciones que esta época nos ha dado. Para nosotros y para los que nos siguen.