Al contrataque
La convalecencia
Hoy en día las cosas van tan deprisa que a veces ni siquiera llegan a suceder. No tenemos tiempo de convalecer
Milena Busquets
Escritora
Milena Busquets
Recuerdo los días de convalecencia de mi infancia como algunos de los más felices de mi vida. Cuando por fin bajaba la fiebre y el dolor cedía y emergíamos como pequeños fantasmas en pijama, pálidos, frágiles y con ojos de sueño después de unos días de sopor y de malestar.
Ya no estábamos realmente enfermos, pero tampoco estábamos curados del todo y el médico recomendaba que nos quedásemos unos días más en cama.
La casa durante la semana era distinta que los sábados y los domingos. Se percibía el ajetreo de los días laborables tanto en el interior como en el exterior. Podía oír a los niños jugar y gritar en el patio del colegio de al lado mientras la chica trajinaba canturreando y el sol de la infancia lo invadía todo.
Yo miraba la tele, dormitaba o leía. Mi abuela, que vivía en el piso de arriba, venía a visitarme. Me tomaban la temperatura y me hacían arroz hervido y compota de manzana. Esos días, mi madre, cuando regresaba del trabajo, entraba en mi habitación de puntillas y no en tromba como solía hacer, se sentaba en mi cama y me ponía con suavidad la mano en la frente.
Como tengo la suerte de trabajar en casa, he podido repetir esa experiencia con mis hijos y siempre dejo que se queden conmigo uno o dos días más después de que la enfermedad haya pasado. Yo escribo mientras ellos, envueltos en una manta con un vaso de zumo de naranja al alcance de la mano, miran la tele o juegan a no sé qué.
Pastillas para la gripe
Pero los adultos ya no convalecemos de nada. Hoy en día las cosas van tan deprisa que a veces ni siquiera llegan a suceder. No tenemos tiempo de convalecer. Antes la gente hacía largas convalecencias y pasaba semanas en casa o en el campo. La medicina ha acortado todo eso, ahora hay pastillas para la gripe que en tres días te ponen en pie, lo cual es positivo, claro. Pero ese tiempo suspendido de convalecencia también era importante, esos momentos en que uno sentía como el cuerpo y el alma se iban reponiendo, como recobrábamos el apetito y las fuerzas y las ganas de levantarnos y de hacer cosas.
Deberíamos convalecer de las enfermedades, pero también de los amores (de los grandes y de los pequeños). Deberíamos convalecer de los éxitos y de los fracasos (el otro día leí una entrevista genial a Modiano en la que afirmaba haberse recuperado muy bien del Premio Nobel). Convalecer de los momentos en que uno ha sido locamente feliz. Convalecer de los pesares. Ya ni siquiera hay luto, y sin embargo lo hay. Convalecer de los veranos radiantes y de los inviernos grises que arrastran los pies, de las noches luminosas y de los días oscuros. Hay que convalecer de la felicidad y de la pena.
Es el única manera de no ponerse enfermo.
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