Invertir en ladrillo o en formar a los hijos

Alumnos de la UB en la cola para matricularse.

Alumnos de la UB en la cola para matricularse.

GUILLEM LÓPEZ CASASNOVAS

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Sorprende la cantidad de personas que siguen una tradición tan nuestra como la de aspirar a convertirse en propietario de la vivienda donde se reside. A partir de este afán, que hincha la demanda, con el viento favorable del sueño político-económico de que España iba bien, mucha gente suscribió hipotecas al reclamo de que pagar alquiler era tirar el dinero. Algunos, con la complicidad de bancos cajas, apuraron en exceso la deuda contraída. Lo sacrificaban todo para, a largo plazo, adquirir la plena propiedad y en el futuro legarla a los descendientes.

Esto ha hecho que haya familias con rentas netas, tras pagar la hipoteca -quienes han podido- a las que no les alcanzan sus ingresos para obtener bienes básicos de consumo, relegando otros tipos de inversiones. La preferencia por el ladrillo convierte así en residual, por ejemplo, la inversión complementaria en educación: la clase de repaso de los hijos, el inglés extraescolar o las colonias. Tanto esfuerzo a favor de una herencia que, en el mejor de los casos, otorgará tardíamente a quien la reciba un hogar propio obsoleto.

Hace años, Milton Friedman escribió que era ilógico que el rendimiento del capital humano se mantuviera por encima del correspondiente al capital físico. Su diagnóstico era que se invertía poco en capital humano, de ahí el diferencial. Su prognosis (pronóstico anticipado) fue que el crédito para ladrillo era más fácil y barato de obtener al estar avalado por la propiedad, mientras que la inversión en capital humano comportaba un mayor riesgo para el banco. A este diagnóstico de fallo de mercado, que hoy sigue generando una inversión en educación a menudo por debajo de lo que sería óptimo, en España se suma la exagerada preferencia por el piso en propiedad.

Al inicio de la crisis sugerí que se separara de la compra de la vivienda, de manera voluntaria y temporal, la nuda propiedad del usufructo para aquellos hipotecados que no podían llegar a final de mes. Y en especial, para quienes se vieran obligados, ante este gasto, a renunciar a la mejora de la educación de los hijos. Esta nuda propiedad podía ser, en aquel momento, reversible si las condiciones del endeudado mejoraban. Mientras, el usufructo -más que un alquiler—permitía seguir en la vivienda por 20 años o más.

Las entidades financieras no quisieron complicarse la vida. Han demostrado que tienen otros sistemas para centrifugar impagos. Aunque siga siendo cierto que la educación, la formación -grados o másters- ayudan a labrarse un futuro mejor. No hay voluntad de sacrificar volumen de ladrillo para hacerlo posible: dejamos en manos del Estado para que haga «lo que pueda» en materia educativa, en detrimento de nuestras obligaciones familiares.

Esta reflexión coincide con la reaparición de la reforma de los grados universitarios -lo cual nos ha de homologar al resto del mundo desarrollado-, acompañada de un aumento de tasas. Y en lugar de reaccionar en defensa de mantener el gasto en educación donde no llega la financiación pública, se actúa en sentido contrario.

Se esconde la cabeza bajo el ala en favor de una gratuidad inequitativa, mientras se sigue sin afrontar el reto de crear unas ayudas que puedan devolverse en la medida en que la educación recibida y sus rentas lo permitan. Empezar a pagar cuando las cosas mejoren es algo que hasta los griegos están demandando estos días. Es el resultado, dicen, de lo que aspiran a que sea, con mejor o peor acierto, la inversión que necesita su país para ganar el futuro.