Bin Laden, por todas partes otra vez

Estar en Estados Unidos ahora mismo quiere decir básicamente que es imposible escapar de Bin Laden. Cualquiera que ponga en marcha el televisor encontrará en casi todos los canales que tocan temas de actualidad el anuncio de la muerte del más buscado entre los más buscados. No hay conversación que no aborde el tema, y pocas veces sin evitar la polémica. El sentimiento de euforia y celebración es generalizado y resulta extraño. En una emisora de radio local, la locutora explica que hay una productora interesada en convertir en película la operación. (¿A quién deben pedir los derechos, por cierto?). Lo hace con una voz aguda y entusiasmada y enseguida chilla: no puedo esperar ni un minuto más para verla en los cines. El happy end, dice.

De sonido de fondo, otros americanos que se hacen preguntas: dudas sobre cómo se ha hecho la operación, sobre si Bin Laden había usado o no a la mujer como escudo humano (¿nos sería igual si hubiera utilizado niños?), sobre si son justificables las torturas en Guantánamo dado que parece que una de las informaciones para llegar a Osama fue obtenida haciendo pasar a algunos detenidos por simulacros de asfixia repetidos varias veces. Y la noticia que parecía favorecer de entrada a Obama resulta que dirige la mirada hacia Bush para constatar que él tenía razón y que gracias a su legado este final feliz ha sido posible.

Estamos en una mesa debatiendo todo esto cuando una de las personas sentada a ella apunta una evidencia terrible: Bin Laden puede ser que haya muerto físicamente, pero mientras cada uno de nosotros tenga que llegar a los aeropuertos con las bolsitas de plástico para los líquidos y tenga que desnudarse en el control por razones de seguridad, mientras no podamos subir a un avión sin pensar en cada momento en la posibilidad de explotar en el aire y mientras nos siga poniendo nerviosos sentarnos junto a alguien de apariencia musulmana, Bin Laden continuará vivo.