SABORES ERRANTES (3)

Familia de verano

Familia de verano. Relato de Najat el Hachmi.

Familia de verano. Relato de Najat el Hachmi. / periodico

NAJAT EL HACHMI

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“No pots estimar una ciutat si no hi estimes algú". Se había quedado atascada en aquella frase del ejemplar amarillento de ‘L’Agulla Daurada’ que se había llevado para el viaje. ¿Amaría ella a Montreal? Solo iba allí porque una amiga le había ofrecido alojamiento, después de ahorrar meses para comprar el billete.

La mesa para comer era la de la cocina, la más grande del piso de estudiantes de la calle Dante que su amiga compartía. Un piso en una casita de dos plantas, con porche y elevada para evitar la nieve en invierno. La mesa la habían recogido de la basura, como casi todo los muebles. El cambio de horario la había descolocado y ahora, allí sentada, intentaba recordar su aterrizaje en la ciudad y en el país. La larga cola hasta el control de pasaportes la había puesto nerviosa, no soportaba ni las colas ni los controles, menos aún los pasaportes. En el aeropuerto de El Prat había sido seleccionada, de manera aleatoria, le dijeron, para una revisión extra y había tenido que abrirse de brazos y piernas para dejarse manosear por una chica vestida con uniforme, una chica que no tenía ni idea de lo que suponía tener recuerdos de controles de frontera pasados ni la necesidad de palparse continuamente el pasaporte para aferrarse al único objeto que podía dar una cierta seguridad. Para deshacerse de la incomodidad de sentirse fuera de lugar en la cola recordaba a Pla, que también se tocaba el pasaporte al pasar La Jonquera para ir a París. O sea que las fronteras, todas, empequeñecen las personas, aunque fuera como aquella, limpia y civilizada.

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Ahora en la mesa de la cocina contemplaba los ingredientes que ella y su amiga habían ido a comprar para hacer una gran cena familiar. La idea había sido suya, de repente le habían venido unas ganas irrefrenables de hacer una comida con todos los que vivían en la casa y los amigos que a menudo pasaban por allí. Sería también una forma de agradecer a la amiga que la hubiese acogido. Cuando entró en el supermercado, el primer día, vio unos enormes manojos de cilantro, difíciles de encontrar en su ciudad. El cilantro era aquella hierba que se puede confundir con el perejil y en cambio no tiene nada que ver, con un punto cítrico pero similar de alguna manera a la cebolla. En todo caso, si para ella la familia tenía algún aroma, ese era el de cilantro picado que llenaba la cocina de casa tanto los días de cada día como en grandes celebraciones. Cuando lo había olido allí, en la parte refrigerada de la tienda, le había llegó una incomodidad extraña que quiso sacudirse de encima. La nostalgia, un sentimiento inútil que solo sirve para anclarse al pasado.

Por eso había propuesto enseguida a la amiga que hicieran una gran cena, que invitaran a todos y ella cocinaría. Su amiga se había entusiasmado con la idea. Pero reunir todos los ingredientes no fue fácil. Habían tenido que ir hasta el barrio italiano, caminando un buen rato. Allí se quedó embobada mirando las mil especias alineadas una al lado de la otra y quiso hacer una foto pero un hombre muy serio, gordo y con el cabello mugriento, les había dicho que no estaba permitido.

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Como los pollos que habían encontrado eran muy pequeños, compraron seis. La amiga creía que se estaba pasando, pero ella tenía ese miedo profundo de las cocineras de toda la vida, el de quedarse corta con la comida, sin duda el peor de los fracasos. Además, no estaba muy segura de cuánta gente vendría, aunque los habían invitado a todos. Hirvió los pollos, untados con una mezcla de cebolla, aceite de oliva, cilantro y especies varias, incluida la canela. Una vez escurridos los doró en el horno sin aceite ni mantequilla, en su propio jugo. Con toda la paciencia del mundo coció la cebolla cortada fina a fuego lento para caramelizarla.

Los amigos de la amiga y los amigos de estos pasaban curiosos por la cocina y hacían comentarios que no entendía. Mientras ella, concentrada, se esforzaba por recordar las recetas de los platos, por averiguar el funcionamiento del horno o por encontrar el rallador, ellos hablaban de salir, del concierto de jazz del festival, de ir a buscar a uno u otro. Improvisaban, que es lo que toca hacer cuando eres joven, mientras que ella seguía empeñada en crear un clima de familia, poner la mesa, presentar de manera armónica todos los platos.

Pero aquellos desconocidos comían fuera de casa casi siempre, tenían la nevera llena de las sobras que los restaurantes les habían puesto en un envase de porexpan y pasada la curiosidad, ahora miraban con cierta indiferencia lo que ella había preparado. Una de ellas dijo que no tenía hambre, era depresiva y se pasaba el día mojando las bolsitas de Yogitea en agua caliente. Otro se había horrorizado ante esos cadáveres tan bien dispuestos y les explicó que era vegetariano. Un par más dijeron que no comían nunca tanto, que no era parte de su cultura excederse de esa manera, pero que lo respetaban. De pronto habían recibido una llamada y se fueron en desbandada. Así fue como su amiga y ella se encontraron sentadas ante una mesa repleta de platillos, con los seis pollos allí en medio. Sin saber qué decirse.