BREXITRAÍL (3)

Estos caníbales beben como ingleses y hablan como marcianos

Donde el autor se convierte en prisionero y casi acaba convertido en el asado de domingo de un pequeño pueblo galés de lugareños muy hospitalarios

vista de portmeirion  en el norte de gales

vista de portmeirion en el norte de gales / periodico

MIQUI OTERO

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Intuyo que este domingo en una aldea de Gales podría acabar regular cuando ese hombre sin cejas y con la cabeza rapada le dice a su compañero de barra, un retaco de nariz bulbosa:

-¿No tienes algo de hambre?

-Sí, la verdad es que el 'sunday roast' de hoy no me ha llenado mucho... Hey, Phil, ¿tienes la salsa barbacoa?

-La gente en Gran Bretaña es muy amable... -esa cabeza sin pelo se vuelve hacia mí y casi suelto la pinta cuando añade-: Sobre todo en sitios como este, donde nunca entra carne fresca.

Es este un buen momento para un interludio de cháchara gastronómica. George Mikes lo sintetizó en 'How to be an alien', su análisis cómico de lo 'brit': "En el Continente tienen buena comida; en Inglaterra, buenos modales a la mesa". Llevamos más de cinco días de Brexitraíl, nuestro ambicioso viaje por la Gran Bretaña que quiere abandonar la Unión Europea, y nos hemos alimentado básicamente de un chorizo de Zamora que, con buen ojo, Rita, mi ángel de la guarda con ascendencia en esas tierras, logró pasar en el aeropuerto.

Uno de los adagios del piso ruinoso del Raval barcelonés que compartía hace años con mis amigos decía: "La cerveza no es comida, pero la cerveza sí es cena". Creo firmemente, y se lo he dicho varias veces a Rita en sitios tan dispares como Bath o Chentelham, en pubs dieciochescos con jaeces y jarras de peltre y en franquicias asépticas de vasos patrocinados, que los ingleses cuidan tan poco su gastronomía para no tener jamás la duda que nos suele asaltar en Barcelona cuando estamos de cañas: "¿Picamos algo o seguimos bebiendo?".

{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"Cuando los lugare\u00f1os","text":"\u00a0se giran para escanear nuestras pintas de peregrinos, me siento como Dustin Hoffman en 'Perros de paja'"}}Rita y yo caminamos perdidos por las pistas de un valle galés, mirando su móvil con GPS como si estuviéramos cazando pokémons e intentando descifrar el significado de algunos (pocos) carteles de pueblos con nueve consonantes hasta que se nos aparece el pub: The Wellington. Cuando los lugareños se giran para escanear nuestras pintas de peregrinos, me siento como Dustin Hoffman en 'Perros de paja': todo los rudos del bar del pueblo miran sus zapatillas deportivas y él sabe, en ese instante, que va a morir. 

Los habitantes de este pub rural nos cosen a preguntas con el inglés (su primera lengua es el galés) que hablaría un estudiante de Erasmus procedente de Narnia. Recuerdo entonces lo que escribió Bill Bryson de estas tierras: "También bebían té y cerveza y llevaban cárdigans de Mark & Spencer, pero hablaban en marciano".

Un hombre robusto con una camiseta donde se lee 'Just do it' (que traduzco como "Cómetelos ya") nos pregunta dónde dormiremos y quién narices somos con la insistencia entre cariñosa y paranoica con que las abuelas de la aldea gallega me preguntaban "¿y tú de quién vienes siendo?". En unos minutos han encargado nuestra segunda pinta. Liverpool o Edimburgo les parecen sitios más remotos que el lago Tanganika, pero todos han visitado poblaciones de España de nombres tan exóticamente retocados que dan ganas de ir: Fuencarola, Cabrils, Rois, Togreviaja, Salú... Just do it ensaya conmigo algunos movimientos de rugby (su primer deporte) cuando le pregunto por su leyenda futbolística, Gareth Bale, y todos coinciden en que una vez, en algún sitio, conocieron a algún inglés de fiar. Entre carcajadas y brindis, decido que hay la suficiente confianza para preguntar:

-Entonces... ¿votasteis Brexit?

Se crea un silencio más atronador que el ciclón más violento.

-Yo sí.

-Yo sí.

-Yo sí, básicamente por liarla un poco –grita al fin Just Do It sosteniendo una pinta con la nariz. 

Es entonces cuando el hombre calvo y sin cejas dice:

-¿No tenéis algo de hambre? –para a continuación tasarnos como carne fresca.

Habíamos venido a Gales persiguiendo un mito. Desde adolescente me fascina la serie de televisión 'El Prisionero' y me parecía la mejor idea visitar la villa donde se rodó medio siglo después de su estreno. En la ficción, un agente secreto de la guerra fría renuncia a su cargo. El problema es que acumula demasiados secretos, así que alguien (jamás sabremos quién) lo rapta y él despierta en una villa idílica de aires mediterráneos y retrofuturistas. Lo desposeen de ropa y de nombre: se llamará Number 6. Sabe demasiado, por lo que no se pueden permitir ni dejarlo libre ni matarlo. Intentará escapar de The Village de mil formas y se verá torturado de otras mil para sonsacarle información: "No soy un número, ¡soy un hombre libre!", gritará cada vez que vea sus intentos de fuga frustrados.

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Number 6 no podía abandonar The Village, pero a nosotros nos ha resultado aún más difícil encontrarla. Al final me sucederá lo mismo que a Maxwell Sim, el protagonista de la novela de Jonathan Coe, que inicia un viaje por la esta isla y está tan rematadamente solo y perdido que se enamora de la voz de su GPS: "Tú no me juzgas nunca, aunque me equivoque".

The Village, en Portmeirion, conserva la banda municipal de música ligera, los cochecitos de golf, la gente con la mirada hueca, las casitas de colores pastel y los pastelitos a diez libras. Es un lugar paradisiaco y a la vez claustrofóbico, un avispero de turistas y fans de la serie sexagenarios. The Village, en definitiva, se ha convertido en lo que denunciaba 'El Prisionero': el control mental de la gente que la transita y que no sabe que está siendo controlada. Cuando en un lavabo escruto mi barba de cinco días y miro la pulsera de Interraíl que llevo anudada a la muñeca, imploro: "No soy un número, ¡soy un hombre libre!". Y me parece ver por el espejo a un envejecido Number 6 en traje de faena escurriendo una fregona y limpiando el aseo. Casi noto cómo me da un par de golpecitos paternales en la espalda.