BUCÓLICOS ANÓNIMOS

La lenta extinción de los quioscos

Un quiosco en la confluencia del paseo de Gràcia con la calle de Mallorca, ayer.

Un quiosco en la confluencia del paseo de Gràcia con la calle de Mallorca, ayer.

JOAN BARRIL

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Hay palabras que agonizan sencillamente porque ya no representan nada o porque lo representado ha desaparecido. La moderna navegación ha acabado con el conceptogrumete, los nuevos anglicismos han llevado al desván latinajos como el simpáticopiscolabis. Una de las siguientes palabras que demuestran que el diccionario se va adelgazando es la palabrakioscooquiosco, proveniente del pahlavi, una lengua persa, de la que emigró a Turquía y de allí fue cooptada por los franceses. Así llegaron los quioscos a España, entendidos como pequeños baldaquinos para cubrir orquestas de exterior o limitados modernamente a pequeñas y frágiles construcciones en las que se venden periódicos y revistas.

La lenta extinción de los quioscos es un hecho evidente. Algunos estancos o papelerías han ocupado su lugar, pero el quiosco a cuatro vientos es un pequeño vestigio de los ateneos de barrio. Ahí se encuentran los clientes que quieren saberlo todo de todo y que preguntan a los que ya no sabemos nada de nada. De vez en cuando el quiosco ruge con la pasión de los argumentos. Hay un público matutino que ve clarear el día antes incluso que la camioneta de reparto deje sus papeles impresos como si fueran legajos de la actualidad de ayer. Llegan al quiosco sabiendo que aquella va a ser la primera voz que van a emitir durante el día. En realidad no buscan información, sino confirmación. En esos parlamentos de papel estos días hay más gente de lo normal. Llegan, se conocen, hablan, argumentan y preguntan.

La pregunta más socorrida de esos tiempos que la gente entiende como convulsos es: «¿Y usted cómo lo ve?» No hace falta decir qué es lo que se ve o se deja de ver. La política vuelve a estar en el candelero, pero nadie sabe cómo acabará. De ahí que los lectores matutinos se informen antes de abrir el periódico, de la misma manera que hay enfermos que consultan el prospecto de un medicamento antes de llevárselo a la boca. En los quioscos ya no se vende papel sino que se regalan ideas. Las suficientes para que el ciudadano despistado vaya rápidamente a otro lejano quiosco a lucirse como experto profeta y siempre enterado de lo que la prensa oculta.

Es entonces, en uno de esos corrillos mañaneros, cuando algún parroquiano identifica al periodista y dice a su contrincante: «No me lo pregunte a mi. Pregúnteselo a este señor, que es periodista y sabrá decirnos lo que pasa». Y el periodista desenmascarado ha de empezar el día contando la buena nueva con la que cada día se riegan las raíces de los quioscos. Por contar una historia acabamos pareciendo los autores de la historia. Y mientras el quiosco se sostiene, el plumífero se tambalea como un borracho nocturno que no acierta a encontrar su casa. «Pero eso que usted dice ¿es verdad?», le dirán a modo de despedida. Y el periodista desenmascarado dirá: «Yo no sé lo que es la verdad. Pero eso que le he contado es la verdad que a mí me gustaría ver».

Todo es relativo, pero mientras nos queden unos cuántos quioscos siempre nos alegrará comprobar cómo la palabra escrita acaba germinando para bien o para mal en los baldíos del pensamiento. H