INICIATIVA CULTURAL DE LOS COMERCIANTES

El grafiti llega a lo grande a los comercios del Guinardó

Un grafitero da los últimos toques a su trabajo ayer, en un comercio de la calle de Sant Quintí, en el Guinardó.

Un grafitero da los últimos toques a su trabajo ayer, en un comercio de la calle de Sant Quintí, en el Guinardó.

MAURICIO BERNAL
BARCELONA

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Tiene, por supuesto, algo de renuncia: dimite el grafitero del amparo de la noche, de correr sonriendo ante la policía, de nutrirse, saborear, devorar la adrenalina del vetado. A cambio logra tranquilidad. ¿La quiere? No tiene más remedio. O tal vez solo desea, por un día, pintar tranquilo.

El grafitero, vía la ordenanza cívica del 2006, es una criatura que no disfruta de las libertades de antaño, detalle que ha inspirado a los hermanos García, Marc y Pau, a la hora de perpetrar su pequeño plan: darles donde pintar. Y que lo hagan tranquilos, es más, que los miren con buenos ojos, que los vecinos pasen y digan: qué bonito. «Mi hermano es grafitero, y por eso sé que los grafiteros ya no pueden expresarse libremente –dice Marc–. Y un día, caminando por el barrio, viendo las persianas sucias y llenas de firmas, mamarrachos, como les dicen los comerciantes, se me ocurrió. Y hablé con ellos, con los comerciantes, y dijeron que les parecía buena idea».

Pero poco a poco. Primero, para probar, les ofrecieron hacer publicidad de los negocios en las persianas. Fue en julio. Y de repente, allí, en el Guinardó, en las calles adyacentes al Hospital de Sant Pau, aparecieron psicodélicos dibujos de motocicletas en las persianas de los talleres, de jamones en los restaurantes (pero no psicodélicos), jarras rebosantes de cerveza en las fachadas de los bares. «Pero claro –explica Marc– aquello era por encargo, y había que conseguir que trabajaran con libertad».

UN BUEN MUCHACHO / Momento pues de ejecutar la parte dos del plan, que era conseguir que los comerciantes cedieran a ciegas sus persianas. Y, ya que parecía que iba bien, de darle un nombre. Al plan. «Así nació Persianes Lliures», dice Marc. Orgulloso. Las persianas libres de los hermanos García son eso, un pacto entre el comerciante –harto de que le pinten mamarrachos, y de limpiarlos, y de que se los vuelvan a pintar– y el grafitero, que sin estar del todo harto de huir de la policía, o de jugar al menos a despistar al gato, entiende que no está mal tener una persiana, para pintar de día y que los vecinos pasen y vean que en el fondo no es mal muchacho. «Tenemos una web donde los comerciantes ofrecen sus persianas y los grafiteros se apuntan. Hacemos de intermediarios», explica Pau. ¿Es nuevo? No. ¿Son los primeros? No. Pero lo han sistematizado.

Momento cumbre del plan: ayer en el Guinardó. Una veintena de persianas cedidas, más de 15 grafiteros, comerciantes diciendo cuán magnífico les parece y vecinos mirando con curiosidad, casi siempre asintiendo con la cabeza; dando su aprobación. Y Marc, el cerebro, mirando en lontananza: «Yo no quiero que vengan solo grafiteros. De hecho, si miras bien verás que hoy hay unos cuantos ilustradores. Pero a mí me gustaría que un día viniera un artista, alguien conocido, y que el comerciante pudiera decir: vaya, ahora mi persiana vale dinero».