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Unos gatos en una ventana de Estambul

Unos gatos en una ventana de Estambul / Adrià Rocha Cutiller

Adrià Rocha Cutiller

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No tendría que ser así. En Estambul, la ciudad más grande de Europa, la más habitada, sin apenas espacios verdes, con vivienda pegada a vivienda, tendría que aparecer, de vez en cuando, pululando perdida por la superficie, alguna rata de cloaca, algún ratón desamparado ante la gran ciudad. 

Pero no. No los hay; o si los hay, no se les ve. O no duran lo suficiente, que no es lo mismo pero casi. La razón es simple, y viene por una policía a la que no se le paga con impuestos ni salarios, sino con caricias y mimos: son los gatos callejeros de la ciudad, tan queridos y cuidados en Estambul que forman una parte indispensable del paisaje de la megalópolis del Bósforo.

Suyas son una infinidad de sillas en las terrazas de las cafeterías y bares de la ciudad —que no se le ocurra a un cliente intentar levantar a un gato de su siesta—, además de cientos de refugios y zonas habilitadas para ellos en todos los barrios. El amor hacia los felinos es tanto que, en algunas calles, los vecinos se organizan entre ellos para construirles nidos a los gatos, y les alimentan diariamente con los restos de comida y cena.

Un gato en una calle de Estambul

Un gato en una calle de Estambul / Adrià Rocha Cutiller

Pero no solo los vecinos. La alcaldía de Estambul tiene un programa especialmente dedicado a los gatos, a los que intenta censar y controlar el número: según las estimaciones de la municipalidad, cerca de un millón de gatos viven en la actualidad en Estambul. Y su número, a pesar de que la esperanza de vida de los felinos callejeros está en torno a los cinco años, no para de crecer.

Un amor milenario

“Debo decir que este amor hacia los gatos no es único de Estambul, sino que ocurre en toda Turquía. Y un factor importante para ello es que los gatos son nativos de esta parte del mundo”, explicaba, en una entrevista hace un par de años, Ceyda Torun, la directora del documental ‘Kedi’ (gato en turco), un retrato visual de Estambul a través de sus habitantes de cuatro patas. 

“Los gatos son originarios de África del Norte y Mesopotamia, donde los humanos empezaron con la agricultura y la pesca. Cuando estábamos documentándonos para la película, entrevistamos a un zoólogo que nos enseñó el esqueleto de un gato que tenía 3.500 años y que había sido encontrado en la orilla del Bósforo. El gato tenía una fisura en el hueso de la pelvis que se había curado de una forma que solo puede darse el vendaje había sido realizado por un ser humano”, continuaba Torun. La relación entre humanos y gatos viene de lejos.

Durante el Imperio Otomano, además, el islam también influyó en este amor bidireccional. Según escrituras de la época del profeta Mahoma, el respeto del hombre hacia este animal era tal que una vez, Mahoma decidió cortarse la manga de su camisa con tal de no despertar a su gato, Muezza, que dormía la siesta encima de su brazo. 

El gato, además, es el único animal que puede entrar en la Gran Mezquita de la Meca. Los perros, por ejemplo, tienen mucha peor fama en el islam: son considerados animales no deseables por su dependencia emocional y física de los humanos. Los gatos, con su independencia y tranquilidad vital, están mucho más arriba en la pirámide de Dios. 

Así, en el pasado, la ciudad ha hecho varios intentos de deshacerse de sus perros callejeros —no hay tantos como gatos pero su número no es desdeñable—, pero nunca ha querido deshacerse de los vecinos felinos. En 1911, el gobernador de la ciudad, por aquel entonces la capital otomana, decidió desterrar a todos los perros a un islote deshabitado del mar de Mármara, que baña Estambul por el sur.

80.000 perros, según las estimaciones, murieron de hambre, sed y ahogados al intentar escapar de la isla nadando. El suceso causó traumas a la población y surgieron leyendas de que los habitantes de las islas y de la ciudad podían escuchar los ladridos desesperados de los perros, que pedían que les sacaran de allí. Desde entonces, los perros, aunque algo menos porque las cosas son como son y siempre hay un hijo preferido, también son queridos y amados por los estambulís.

Aunque ahora, esta jerarquía es cosa del pasado. Los gatos de Estambul forman parte de la ciudad tanto como cualquier otro monumento milenario. Para algunos, incluso, tienen tanto o más valor: este verano una pareja de la ciudad denunció que, durante la noche, unos ladrones entraron en su piso en la parte europea de Estambul para robarle, sobre todo, su gato. 

“Cuando vuelvo a casa, siento la ausencia de mi gato cada segundo. No puedo entrar”, explicó a la prensa Zeynep, la propietaria de ‘Mar’, el gato persa robado: “Es muy difícil. El gato, para mí, era tan importante como mis padres. Me robaron a mi niño. Entraron a casa a las seis de la madrugada, lo robaron todo, se llevaron el gato y se marcharon”.

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