Después de los terremotos

Turquía se enfrenta al aumento de la angustia, acoso y autolesiones 100 días después

Después de los terremotos

Después de los terremotos / Ceyda Yelkalan/Save the Children

Osman Yıldız, Responsable de Salud Mental y Apoyo Psicosocial (MHPSS) de Save the Children en Hatay

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La escena tras los terremotos de Turquía no se parecía a nada que hubiera visto antes. Aparte de los interminables montones de escombros, los llantos de familiares que sufrían pérdidas indescriptibles y los heroicos esfuerzos de quienes se unieron al equipo de búsqueda y rescate, lo que no puedo olvidar es la mirada vacía que encontré en los rostros de los niños y las niñas. Congelados por el shock. Mientras la gente escarbaba en los edificios derrumbados con la esperanza de encontrar con vida a sus seres queridos, yo no podía evitar preguntarme cómo se suponía que alguien iba a recuperarse de esto.

Las niñas y niños que lidian con sus emociones muestran más agresividad. Tanto sus cuidadores, como el personal escolar nos han contado que ha aumentado el acoso emocional y físico entre grupos de amigos. En algunos casos, los niños no arremeten contra los demás, sino que se pegan a sí mismos. Muchas familias nos dicen que sus hijos e hijas siguen mojando la cama por la noche, un signo común de angustia, estrés o abuso. Algo que antes era manejable se ha convertido en lucha y vergüenza sin tener además un lugar donde lavar las sábanas. Las reacciones a los trastornos causados por las catástrofes pueden adoptar muchas formas. Niñas y niños con discapacidad que habían empezado a expresarse tras años de acceso a la educación no han pronunciado una palabra desde los terremotos.

La infancia es la más expuesta tras cualquier catástrofe. Durante 100 días, los niños y niñas y sus cuidadores en la provincia de Hatay, en el sur de Turquía, han intentado asimilar lo ocurrido.

Mi colega Nazlican me contó que hace poco habló con un padre, Hasan, de unos 40 años, en Hatay, que le explicaba las secuelas emocionales que los terremotos habían dejado en su hijo, Ali, de 12 años. El niño temía ir a espacios públicos, estar solo e incluso ir al baño sin sus padres. La familia perdió su casa y a muchos parientes, y el padre intentaba encontrar un espacio para sobrellevar su propio dolor. Contó a nuestro equipo con lágrimas en los ojos que había golpeado a su hijo varias veces. Los equipos de salud mental y apoyo psicosocial de Save the Children prestan primeros auxilios psicológicos a los padres y madres que recurren a mecanismos negativos para hacer frente a la situación, y derivan a quienes necesitan más apoyo a organizaciones socias que ofrecen asistencia psicológica gratuita.

Madres y padres intentan adaptarse a su nueva realidad, pero los retos a los que se enfrentan son desalentadores. Para muchos, las condiciones de vida son estrechas y de hacinamiento, con hasta 20 personas en una sola tienda. Tener tan poco espacio no sólo expone a la infancia, sobre todo a las niñas, a abusos físicos, mentales y emocionales, sino que también priva a las familias de la intimidad que antes tenían. Lo que antes ocurría a puerta cerrada ahora está más expuesto. Padres, madres, hijas e hijos necesitan espacio suficiente para vivir y acceso a servicios de salud mental y apoyo psicosocial que les ayuden a regular sus emociones. Sin estos recursos vitales, los casos de violencia doméstica y sexual pueden aumentar.

El hacinamiento también supone un riesgo para la cohesión social y comunitaria. Hatay no sólo es una de las provincias más afectadas del país, sino también una de las ciudades más antiguas y diversas del mundo. En la última década, también se ha convertido en el hogar de muchos sirios que huyen del conflicto. Con más de la mitad de la población de Hatay necesitada de refugio, estas comunidades conviven y somos testigos de crecientes divisiones y tensiones entre los grupos. Como siempre, los niños y niñas son los que más sentirán el impacto de esta tensión. Hace poco pregunté a una niña qué creía que hacía falta para crear armonía en las comunidades. Neslihan*, de 11 años, respondió: "Tenemos que aprender a vivir juntos".

A pesar de los retos, mis visitas a diversas comunidades me han demostrado una y otra vez que la esperanza es un sentimiento contagioso. Tras los terremotos, hemos visitado a niñas y niños de aldeas de la provincia de Hatay y les hemos ayudado a mejorar su salud mental y su bienestar psicosocial con juegos y actividades. Al principio, muchos niños dudaban en participar o tenían dificultades para hacerlo. Sin embargo, en las siguientes visitas empezamos a ver poco a poco un cambio de actitud. Empezaron a participar más, a traer a sus amigas y amigos y, a medida que el grupo crecía, se sentían más cómodos y juguetones: volvían a ser niñas y niños. Podía verse el alivio en las caras de sus madres y sus padres. Fatma*, una madre, nos dijo: "No hay escuelas ni parques infantiles, los niños se aburren. Nadie ha venido a jugar con ellas y ellos, salvo vuestro equipo. Gracias a ustedes, mi hijo puede olvidarse del terremoto y sentirse un poco más normal, aunque sólo sea por unas horas".

Ahora, 100 días después, puedo ver cómo esas expresiones congeladas se descongelan y se convierten en algo distinto, aunque debemos recordar que la recuperación y la curación es un proceso que lleva meses, incluso años. Dada la magnitud de la catástrofe y los grandes daños en infraestructuras y viviendas, es probable que muchos niños y niñas y sus familias estén expuestas a un estrés y un dolor prolongados mientras intentan rehacer sus vidas. 

A medida que los terremotos del 6 de febrero pasan a un segundo plano en la agenda informativa mundial, no debemos olvidar que la salud mental y el bienestar psicosocial de la infancia están siendo llevados al límite, y sin el apoyo adecuado, el coste psicológico a largo plazo para niñas y niños será enorme. Garantizar que los niños puedan volver a sentirse seguros y recuperar la sensación de normalidad lo antes posible es crucial para evitar repercusiones a largo plazo en su salud, bienestar y desarrollo en los años venideros.

Todavía hay esperanza de que, aprovechando la resiliencia colectiva, los niños y niñas empiecen a curarse.