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Hoy mismo he cogido un vuelo de Ryanair desde Berlín para volver a casa. No hace falta mencionar el miedo que todos hemos vivido este fin de semana. La puerta de Brandenburgo se ha tintado de los colores de Francia, y miles de flores y velas lloran la muerte de los nuestros a sus pies. Las escenas de pésame se solapan con las imágenes de extrema alerta, los agentes armados se han duplicado por las calles de la capital Alemana.
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He andado con la paranoia a flor de piel, buscando indicios de una réplica. Imaginen el espanto al darme cuenta, de repente, que me estoy subiendo al avión sin que nadie me haya pedido un documento de identidad. Después de que me hayan revuelto la maleta para comprobar si intentaba colar algún milímetro más del permitido de crema hidratante, de revisar la forma y composición de todo lo que llevo encima y registrarme, nadie tiene ni la más mínima idea de quién soy o de quién podría ser en realidad. Me ofende tanta medida de seguridad sin sentido. Si, en el peor de los casos, este vuelo hubiera sido víctima del terrorismo, todos irían como locos por señalar con el dedo al culpable sin tan siquiera tener la certeza de quién volaba. Que la amenaza no tenga rostro no es motivo para ignorarlo.