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Las velas logran que París vuelva a brillar

Es ejemplo de elegancia, de seguridad y sobre todo sinónimo de amor.  Era el rincón perfecto para enamorarse y para enamorar. Siempre había  calma, sosiego y tranquilidad. Y sobre todas las cosas había luz.  Tenía un brillo especial, inagotable, creíamos. Una luz natural que el  13 de noviembre se apagó dejando un rastro de dolor y muerte. La  tranquilidad desapareció, la calma se esfumó y el sosiego se convirtió  en alarma y gritos. Un disparo, dos, tres, una explosión. Ya no se  puede seguir contando, cada vez son más y más seguidos. Gritos creados por el miedo, la angustia. Gritos que no cesan, que penetran  en los oídos y en las retinas de la gente, y quedan grabados hasta en  el asfalto y en las paredes, para siempre.

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Hay quienes corren, huyen  de una muerte segura. Otros recogen los cuerpos, seguramente ya sin  vida, de sus amigos. Los arrastran hasta un lugar más seguro, con la  esperanza de que suceda un milagro que los devuelva a la vida, porque  ellos siguen teniendo el mismo rostro, aunque cansado dormido,  siguen teniendo el mismo cuerpo, aunque pesado y manchado de sangre,  pero siguen siendo eso, amigos. No los abandonan, se quedan con ellos  y lloran, no tienen tiempo de pensar qué es lo que ha pasado. Miran a  su alrededor y se encuentran con más muertes, y más llantos. Nuevos  disparos. Nuevos gritos.

Lo sucedido este trece de noviembre jamás lo olvidaremos. Las velas  alumbran las calles manchadas de sangre y cubiertas de terror.  Carteles con peticiones de paz y con frases para no rendirse nunca  decoran las aceras. Flores, fotografías de las víctimas, prendas de  ropa en recuerdo de su antiguo y desaparecido dueño. París nunca  volverá a ser la misma, pero aunque algunos se empeñen con apagarla,  las velas consiguen que París poco a poco vuelva a brillar. 

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