La primavera en la ciudad

Barcelona celebra su particular 'hanami' con más de 4.500 árboles de Judea en flor

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Una mujrer fotografía un árbol de Judea.

Una mujrer fotografía un árbol de Judea. / Zowy Voeten

Carles Cols

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Están los más de 4.500 árboles de Judea de Barcelona en flor. Hay quien prefiere llamarlos con su nombre menos trágico, árbol del amor e, incluso, lo cual es casi una anomalía, no son pocos los barceloneses que para referirse a ellos emplea la mitad de su nombre científico, ‘Cercis siliquastrum’. Sobre eso, sobre la etimología de la especie, habrá que volver después, porque es una montaña rusa de historias que contar, pero lo que debería resultar especialmente llamativo primero (al margen, por supuesto, de su estampa, ese contraste entre sus flores lilas y una corteza a dos ‘pantones’ de ser negra) es que con tal número (en plena calle son más de 3.000) no haya esta ciudad un nombre para definir este espectáculo. Qué lástima.

Tienen en Japón, que para esto son muy suyos, una expresión asociada a la floración de los cerezos, un acontecimiento que por estas mismas fechas hasta forma parte ineludible de los partes meteorológicos. Es el ‘hanami’, que no significa exactamente la floración, sino algo más profundo, el goce de contemplar esas semanas en que los cerezos tiñen el paisaje. No es descabellado apuntar que en Barcelona se practica un cierto ‘hanami’, a título particular, sin que suela ser noticia. La maravillosa galería de fotos de Zowy Voeten que encabeza estas líneas no descubre nada que en verdad no haya llamado antes la atención a pie de calle, pero precisamente esa es la cuestión, que los ‘cercis’ no pasan inadvertidos. Raro es que no se lleven una mirada por parte de quien pasea o conduce.

El 'cercis' de Aragó esquina paso de Sant Joan.

El 'cercis' de Aragó esquina paso de Sant Joan. / Zowy Voeten

Su presencia es especialmente notable en dos barrios del Eixample, Dreta y Esquerra. Es la herencia desdibujada de un proyecto que impulsó el Instituto Municipal de Parques y Jardines a caballo de los siglos XX y XXI y que, qué pena, quedó inconcluso. Lo acordado era romper la monotonía platanera del distrito dotando a los chaflanes de cada barrio del Eixample de árboles de flor vistosa. Para Sant Antoni se eligieron las sóforas, para la Sagrada Família, los cinamomos. Las jacarandas iban a ser las dueñas de las esquinas de Fort Pienc. Y, por último, el corazón del Eixample, a izquierda y derecha del paseo de Gràcia, iba a presumir de una combinación de árboles de Judea y tilos. La gracia del plan es que los ritmos biológicos de cada especie harían que durante gran parte del año hubiera flores al menos en un barrio.

Las ramas flordas de un árbol de Judea.

Las ramas flordas de un árbol de Judea. / Zowy Voeten

Aquel propósito dio unos primeros pasos muy decididos, pero jamás se culminó, entre otras razones porque la política botánica de la ciudad optó, sabiamente, por introducir una cada vez mayor variedad de especies, algo, según se mire, muy acorde con lo que es el padrón vecinal, pero, con todo, la herencia de ‘cercis’ de aquella eta es sencillamente espectacular.

Es un árbol llamativo porque se cubre generosamente de flores en ausencia de hojas, que brotarán más tarde. Eso le hace fotogénico. Eso y también esos días en que alfombra los alrededores del alcorque con pétalos, otro momento que en Japón, con sus cerezos, o en el valle extremo del Jerte, conocen directamente como 'la lluvia'.

'Lluvia' de pétalos.

'Lluvia' de pétalos. / Zowy Voeten

De lo que no pueden presumir los cerezos es de una etimología como la de los ‘Cercis siliquastrum’, más o menos conocida, y mucho menos de la razón por la que viajaron desde el levante mediterráneo hasta (primero) los jardines de Francia y (después) las calles de Barcelona.

Se le llama el árbol del amor porque sus hojas tienen forma de corazón y por el color rosado de sus flores. Nada sorprendente hasta aquí. Aunque poco, en algunas zonas de le conoce como el algarrobo loco, porque su aspecto en algo recuerda al algorrobo común, pero claro, algo chiflado, con esa floración. Es, sin embargo, su otro nombre, árbol de Judea, el que más habitualmente es contado, porque la tradición cristiana sostiene que fue la rama de un ‘Cercis siliquastrum’  la que eligió Judas Iscariote para suicidarse tras delatar a Jesús. Tal y como se cuenta, aquel día las flores de esta especie dejaron de ser blancas y adoptaron su actual tono carmesí por la sangre de aquel traidor. Es una leyenda muy oportuna para estas fechas, claro, pero que no hace más que eclipsar un dato quizá más interesante, el del viaje de los ‘cercis’ a la Europa Occidental en el siglo XII.

Una pareja, en un parque, junto a un 'cercis'.

Una pareja, en un parque, junto a un 'cercis'. / Zowy Voeten

“Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el templo de Salomón que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla. Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la Iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias”. La descripción es de Aguilers, canónigo de Puy, que acompañó y parece que activamente participó en un de tantas expediciones de los cruzados, una barbarie que contrasta con el hecho de que, a la hora de regresar de Tierra Santa con los carruajes repletos de tesoros, el árbol de Judea fuera uno de ellos.