Opinión | Apunte

Francisco Cabezas

Francisco Cabezas

Jefe de Deportes de EL PERIÓDICO

El delirio de Laporta devasta al Barça

Joan Laporta, presidente del Barcelona.

Joan Laporta, presidente del Barcelona.

Joan Laporta tiene un cuadro sobre el sofá de piel marrón de ese piso al que llaman "despacho profesional". No es un crucifijo, pero lo parece por cómo lo mira antes o después de los aquelarres canallitas del Café Europa. Tras el cristal, el número 14 y el apellido Cruyff estampados en una camiseta naranja remiten a un dios pagano al que Laporta ya no puede acudir. Mirar la camiseta y citar al añorado genio, claro, de poco sirve ahora. No tiene el mismo efecto que escuchar a esa pléyade de consejeros, familiares, aplaudidores, comisionistas y agentes que han arrastrado al presidente del Barça a un delirio que amenaza con llevarse al club por delante.

El Barça hace ya demasiado tiempo que dejó de ser de los socios para ser controlado por los acreedores. Lo gestiona el G-1 de Laporta entre gritos y lágrimas que nadie discute. Y sin que a nadie parezca importar los tejemanejes en la cuenta presuntamente mancomunada de los directivos del club, o que el despido del entrenador se comunique un día antes de la final de la Champions femenina, provocando así que la putrefacción alcance el único lugar donde el aficionado se encontraba a salvo.

Xavi Hernández, a quien Laporta ridiculizaba antes de aceptar ficharlo por no haber pasado por la probeta del banquillo del filial, no se había ganado continuar como entrenador del Barça. Las ínfulas estéticas que el propio Xavi promovió el día de su presentación cambiaron rápido a un ejercicio extremo de supervivencia y resultadismo. Llegaron a aplaudirse las derrotas. A alabarse los éxitos defensivos en territorios como el Bernabéu. A aceptar que si las cosas iban mal era porque la prensa es el demonio, y escribe y habla de manera cruel y agresiva. Todo ello sirvió a Xavi para ganar la Liga el año pasado. Pero cuando el cartón piedra que cubría al equipo cayó, y sin juego que sostuviera el invento y que, sobre todo, protegiera a adolescentes como Lamine Yamal, Cubarsí o Fermín, los ataques de ira en el banquillo dejaron de hacer gracia. Tanto como la surrealista guerra que mantuvo contra ese 'guardiolismo' que él mismo convirtió en el peor de sus fantasmas.

Pero Xavi, el mismo que en su día dijo que se iba sin haberse ido con la esperanza de que el equipo quedara por encima del Girona, el mismo que trató de consolar a Laporta cuando éste se puso a llorar después de haber pactado una continuidad en la que sólo el sushi a domicilio fue de verdad, es mucho más que un entrenador todavía discreto y por cocer. Es un icono. Como también lo era Ronald Koeman, cuyo despido inmoral en el avión de regreso de Vallecas nada tuvo que ver con que su paso por el banquillo del Barça fuera del todo decepcionante.

Xavi ha tenido que soportar en los últimos días cómo su presidente, con la boca cerrada como el mejor de los ventrílocuos, hacía hablar a sus voceros para que se hiciera a la idea de que iba a ser despedido. Su pecado capital fue decir la verdad en la única rueda de prensa en que dejó a un lado la propaganda para mostrar la decrepitud del proyecto. Una obra de gobierno que continúa pasando por las manos de los representantes. Es Pini Zahavi, quien arrancó el contrato creciente de Lewandowski -ahora aún más intocable-, quien trae de la mano a Hansi Flick. Quizá a Xavi, en su tardío ataque de sinceridad, sólo le faltara ser más claro con lo que pensaba sobre el talento de fogueo de João Félix, con el que mercadea Jorge Mendes, o sobre Vitor Roque, ese delantero al que Laporta, Deco y André Cury quisieron convertir en el Mr. Marshall brasileño, y que no es más que la metáfora de un club en que el entrenador es quien menos pinta.

Laporta, poseído ya definitivamente por el espíritu de Núñez, quizá tenga que apropiarse también del mantra de su viejo enemigo: "También crucificaron a Jesucristo".