Amor infinito al Tour

Carlos Rodríguez logra una victoria en el Tour para recordar.

Tourmalet por Sergi López Egea

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Sergi López-Egea

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Marion Rousse fue ciclista antes que comentarista de la televisión francesa y directora del Tour Femmes, que empieza justo cuando los hombres aparcan las bicis para que la intensidad de la carrera no muera con el cambio de sexo. Laurent Jalabert también fue corredor y ganó una Vuelta después de poner a Miguel Induráin contra las cuerdas, hasta que el campeón navarro resolvió el entuerto, en el Tour de 1995, el último que ganó de los cinco que consiguió de forma consecutiva.

Pues bien, a los dos se les hacía la boca agua el sábado al festejar el enorme triunfo de Carlos Rodríguez en Morzine, porque Morzine es una pequeña ciudad que vive del esquí en invierno y de los cicloturistas que la visitan en verano para tratar de imitar a los magos del Tour subiendo los dos montes que la rodean, de un lado Avoriaz y del otro la Joux Plane.

Filosofía ciclista

Una vez más la victoria del joven corredor granadino sirvió para demostrar la mejor filosofía que transmite el ciclismo, que no es un deporte marcado por colores y nacionalidades como sucede en otras disciplinas donde cuenta más el tinte de la camiseta que llevan los protagonistas que las gestas que puedan conseguir. El sábado se amó infinitamente a Carlos Rodríguez, ¿por qué? Pues porque el aficionado francés representado por las voces de la televisión pública busca héroes en sus carreras más allá de que hayan nacido en Almuñécar o lo hayan hecho en cualquier pueblo o ciudad de Francia.

Para ellos, para los franceses, su carrera es tan grande, aman tanto al Tour, que lo consideran más un monumento de su cultura que un deporte, un símbolo de país como pueda ser la Torre Eiffel, en París, o el Mont Saint Michel, en la frontera entre Bretaña y Normandía, tierras preciosas donde las haya, aunque con un clima que muchas veces no está acorde con la fantasía de los paisajes.

Todos a disfrutar

Por eso, disfrutaban con la gesta de Carlos, porque ellos quieren que su carrera esté activa mucho más que con el duelo entre dos prodigios como son Vingegaard y Pogacar; ellos buscan nuevos sabores, como el maestro chocolatero que crea postres para mejorar su arte en la cocina.

En el Tour nadie odia a nadie, nadie lleva banderas en las credenciales. Los belgas, lógico, querrán que Van Aert gane una etapa antes de que acabe la fiesta en París o abandone la carrera porque su mujer se ha puesto de parto. Los neerlandeses, antes llamados holandeses, se desesperan porque Van der Poel está algo apagado, corredor al que los franceses también consideran uno de los suyos al ser el nieto del ciclista más legendario del país, un Poulidor quizá más famoso que Anquetil o Hinault, que suman diez Tours entre los dos, y así sucesivamente entre la representación por países de la familia de la ronda francesa.

Pero, al igual que Rousse o Jalabert, o quién sea, incluyendo al público que está en las cunetas, quieren ir descubriendo genios en la chistera del Tour que sirvan para hacer más grande si cabe a la prueba. Por eso, el sábado, Carlos, con su victoria en Morzine, se ganó el amor infinito de la afición francesa, de los que siguen esta carrera, porque descubrieron a un nuevo valor en firme que sirve para que crezca la Grande Boucle y para aumentar una leyenda y una cultura que difícilmente tiene una carrera ciclista y un espectáculo deportivo.

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