Cata Menor

Los muertos que olvidamos enseguida (en memoria de Mercè Navarro y Joan Bayén)

Mercè, cocinera de interiores, ama de ese patio arbolado en el Roig Robí desde donde se contemplaban los cuadros de Tàpies, y Juanito, de exteriores, expansivo y universal en Pinotxo

Mercè Navarro, del Roig Robí

Mercè Navarro, del Roig Robí / Roig Robí

Pau Arenós

Pau Arenós

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Todos los muertos son diferentes. Existe una frase mentirosa: ‘La muerte nos hace a todos iguales’. Falso. Falsísimo.

Vivimos en la desigualdad y también el final de nuestras vidas recibe parecida medida.

En Semana Santa, falleció Mercè Navarro, la propietaria del restaurante Roig Robí, y, a la Semana Siguiente –lo escribo así–, Joan Bayén, Juanito, Pinotxo. Ambos tenían 88 años y representaban (todavía) la Barcelona del 92, ese tiempo de la ciudad ensimismada.

La desaparición de Mercè Navarro ha merecido menos líneas que la de Joan Bayén, probablemente porque el Roig Robí –en esa calle Sèneca, y alrededores, revitalizada por TanganaDemo GastrobarBrabo o Berbena (qué fijación con la 'b', y el error buscado)– habitaba en la discreción de los buenos recuerdos y Juanito, en la agitación de la venta del negocio familiar sin haber contado con quienes hacían posible que funcionara (su sobrino, Jordi Asín; su mujer, María José, y su hijo, Dídac).

Se dirime en público lo privado: acusaciones mutuas, y postmortem, de malos tratos.

Y las personalidades, claro: Mercè, cocinera de interiores, ama de ese patio arbolado desde donde se contemplaban los cuadros de Tàpies, y Juanito, de exteriores, expansivo y universal, desde la barra abierta donde hacía de capitán. Capitán con pajarita y chaleco de fantasía en lugar de gorra.

Imagen de archivo de Joan Bayen, en el bar Pinotxo.

Imagen de archivo de Joan Bayen, en el bar Pinotxo. / FERRAN NADEU

No debieron de ser buenos los últimos meses de alguien que fue tan querido en la Boqueria, en Barcelona, con el juez como inoportuno comensal.

Mercè Navarro vivía el Roig Robí porque vivía sobre el Roig Robí. Llegada de Olesa de Montserrat, Señora de Barcelona en una metrópoli en la que se habla demasiado de los señores, fue chef principal en el tiempo del hierro –de las cazuelas de hierro–, cuando las cocineras apenas recibían campaneo público.

Por primera vez, entré en ese local abierto en 1982 diez años después, en el 92 de los milagros y las ruinas, intimidado, porque aquel restaurante, aquellos manteles, aquellos ‘tàpies’ y aquellas gambas eran demasiado para un chaval de 25 años. Tiempo después regresé a por el arroz con ‘espardenyes’, el buñuelo de bacalao y el ‘capipota’. Joan Crosas, el hijo, se ocupa de que el patrimonio siga intacto.

Olvidamos enseguida a los muertos de los otros. Es natural. Pasan las personas y, si hay suerte, queda el legado.

El Roig Robí de Joan Crosas permanece.

Esperemos que, en algún lugar, continúe el Pinotxo de Jordi, María José y Dídac.

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