LOS RESTAURANTES DE PAU ARENÓS
Bacoa Little: sitio pequeño, gran hamburguesa
Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 17 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. Entre las últimas publicaciones, 'Nadar con atunes y otras aventuras gastronómicas que no siempre salen bien' y el recetario 'Cocina en casa'.
PAU ARENÓS
La hamburguesa del australiano Brad Ainsworth, del Bacoa Little, compite por el título en la categoría de peso pesado: ¿es la mejor 'burger' de Barcelona? Decir 'sí' es una respuesta temeraria, porque la verdadera porción campeona pudiera estar escondida en un bareto que los aficionados desconozcan en manos de algún cocinero sin honra, pero honrado. Más ecuánime es contestar: «Pudiera ser». Sí, pudiera ser. Lo seguro es la inigualable relación calidad-precio, pues Brad vende el magma de 250 gramos a cinco y seis euros.
Gracias a la 'hamburguesía' –esa clase social formada por mileuristas, estudiantes y erasmus–, el picadillo está siendo rehabilitado en Barcelona, ciudad adicta a las modas gastronómicas. Sometido al desescombro y a la 'gurmetización', el símbolo del 'fast food' ha tornado su carne macilenta y oprimida en opulencia rubensiana.
La Burg y El Filete Ruso lideran el renacimiento. Son de impacto las de OK Sarrià y Big J's Burger y tientan con miniaturas el Dos Palillos, Tapas 24 y Lolita Tapería. Merecen un reconocimiento las del Flash-Flash por veteranía, resistencia, anticipación y dignidad.
Bar Bacoa. ¿Se entiende el chiste? Una parrilla con piedras volcánicas abrasadas con gas. «Muy típico en Australia», aclara el cocinero canguro, que salta entre dos restaurantes. Bacoa Little ocupa el espacio de Wushu –el asiático de Brad, que trasladó a la calle de Marquès d'Argentera y que desapareció transformándose en Kiosko– en la parte de atrás del mercado de Santa Caterina.
Local liliputiense, el visitante debe resignarse y recurrir a las técnicas de relajación. Cola, tumulto, calor y una mesa comunal: es buena idea pedir para llevar. Cada cliente se preocupa de pillar asiento y de proveerse de cubiertos. Kétchup de bote y salsa picante casera.
Mi elección fue la especialidad de la casa, renunciando a propuestas viajeras, japonesas o suizas, al pollo y a la ensalada. Panecillo saleroso con sésamo, dos 'burgers' de 150 gramos con trozos de bacon en medio, tomate, lechuga, manchego, cebolla caramelizada y salsa: 6,50 euros. Una cerveza, dos euros. Y unas patatas fritas, otros dos.
Cuando vi el tubérculo casi me da un derrame. ¡Congeladas! Bastones absurdos, harinosos, menos apetecibles que una disquisición de Belén Esteban. A punto estuve de largarme. Pero la sabrosura de los 300 gramos de vacuno me retuvo. Si el chef se había ocupado de seleccionar el pan, elaborar los condimentos y mezclar ternera de 14 meses con vaca o buey de 46 (al 50%), ¿por qué envilecerse con aquel engendro de almidón?
Brad fue raudo: «Solucionado. Estoy preparando unas patatas rústicas, grandes, buenas. Abrimos antes del verano y no sabía que iba a suceder, si tendría éxito o no. La idea era hacer algo económico y de calidad». Barrio dominado por el kebab, se equilibra con esta otra carnadura universal.
Cocina de garaje para los gurmets más punks.
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