Las víctimas del narcotráfico

Acampados por la droga 'barata' de La Mina: “Cuesta tan poco que no es fácil dejarla”

Grupos de toxicómanos malviven bajo puentes, en descampados, terrazas de bloques y cerca de las vías del tren

Más de 600 al mes: La recogida de jeringuillas se dispara en un punto caliente de La Mina

FOTOGALERÍA | Viaje por los campamentos de la droga "barata" de la Mina

Jordi Ribalaygue

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Alberto y Manu se esconden para inyectarse la dosis. Se resguardan bajo la sombra de un arbusto moribundo en un solar de La Mina donde la valla apenas cubre la desolación que devasta este escenario de periferia. La basura que inunda el descampado no disuade a quienes, solos o en pequeños grupos, apenas paran de entrar y de salir por una puerta sencilla de franquear. Las jeringuillas que despuntan entre los desperdicios denotan el consumo furtivo de heroína y cocaína arraigado en la parcela, rodeada de bloques y cercana a un instituto. Los barrenderos recogieron más de 3.500 agujas la última vez que desbrozaron la parcela, uno de los zarzales en que las víctimas del narcotráfico permanecen enredadas en el humilde barrio situado en Sant Adrià de Besòs, justo en el límite con Barcelona. 

“No está bien consumir aquí ni que se deje sucio, pero prefiero hacerlo así y no en medio de la calle. Sobre todo, no quiero que me vean los críos”, sentencia Alberto mientras se limpia la sangre que le resbala por el brazo. Llano y elocuente, deja entrever las heridas de una vida alborotada que, tras saldar varias condenas en prisión, lo han anclado en la intemperie: “Hace muchos años que vivo en la calle, por desgracia. Estoy con otro chico que también consume. Los dos nos hemos criado en La Mina. Es una pena... Somos muchos sintecho viviendo aquí alrededor. Hay de todos los países: españoles, italianos, polacos, de países del Este…”.   

Entre otros síntomas, el intenso mercadeo de droga que condiciona a La Mina se somatiza en pequeños asentamientos de toxicómanos que malviven en el contorno del barrio, también con alguno incrustado en su seno. A la facilidad de proveerse de estupefacientes se suman unos precios más bien asequibles. “Desde cinco euros, que es el mínimo, hasta lo que quieras. Pero el ‘viaje’ de cinco euros no dura nada, menos que una cerveza. Por eso está tan barato”, se sonríe Alberto, que acude al metro y el tren a pedir dinero, también a los chatarreros si topa con algo de quincalla. 

“Es que hace años que no voy a una entrevista de trabajo. Cuando iba, no estaba tan demacrado como ahora”, compara. La torpeza del periodista provoca que Alberto rompa a llorar. “¿Si me gustaría dejarlo? Por favor, pues claro que sí”, musita. Manu lo compadece. “Más que la adicción, el problema es la base. Si la droga no se vendiera tan barata, la gente no se buscaría la vida por cinco pavos para pincharse. Cuesta tan poco que no es fácil dejarla”, reflexiona.  

Miseria en el Besòs

La indigencia iguala los campamentos que se diseminan dispersos y precarios. Se encuentran al menos un par husmeando en los recodos oscuros de los puentes que cruzan el Besòs. Son tan solo colchones tirados en el suelo, sin más abrigo que un revuelo de mantas y colchas sobrepuestas, arrojadas entre un desorden de muebles viejos, trastos y restos de comida.  

Dek, toxicómano, dormita en un colchón bajo un puente del río Besòs.

Dek, toxicómano, dormita en un colchón bajo un puente del río Besòs. / MANU MITRU

Dek dormita bajo el viaducto. Es media mañana y, en el camastro de al lado, otra persona gruñe oculta bajo una colcha. Dos pilas de libros se alinean pegadas a una cama vacía que se asoma al río. ‘El sueño de Alejandría’, de Terenci Moix, y ‘La casa de Bernarda Alba’, de García Lorca, entre otros títulos. Una rata yace muerta. 

“Somos cuatro y llegamos hace 10 meses. Desde entonces, estamos aquí”, revela Dek, sin levantarse ni desarroparse. Cuenta que está enfermo y que “amigos” y “gente del barrio” les proporciona comida. Deja caer que la policía los atosiga. Consume cocaína y heroína, al mismo tiempo que se trata con metadona. “Es fácil encontrar droga aquí”, admite en medio de silencios hondos. Una jeringuilla reposa en la mesita que le asiste.  

Los acampados del puente son georgianos, una nacionalidad habitual entre los drogodependientes que pululan en La Mina. “No hay dinero ni trabajo en Georgia. No hay nada”, espeta Dek. Giorgi e Ivan también nacieron en el país caucásico. Ellos no vagan sin casa, sino que viven de alquiler en Sabadell y trabajan. Se comportan como si fueran de fiesta: son otro tipo de clientes de la droga, menos expuestos a ser criminalizados. “En los clubes tomamos MDMA, éxtasis... Aquí venimos uno o dos días a la semana porque hay mucha heroína. Un gramo son 50 euros y pagamos 10 euros por un chute”, aseguran, desinhibidos.   

Rusos y ucranianos en el terrado

Los acampados tratan de pasar inadvertidos. El Ayuntamiento de Sant Adrià ha convencido a cinco de ellos para que se alojen en un albergue de Barcelona para personas sin hogar enganchadas al alcohol u otras sustancias. "Nos desborda un poco. Podemos hacer algo si ellos quieren, pero el problema es que no quieren", cuentan en el consistorio.

A su vez, procuran establecerse cerca de los puntos donde se trafica. Ambas condiciones confluyen en la terraza del bloque de la calle Venus, pendiente de derribo desde hace dos décadas. El trasiego de consumidores es frecuente y el acceso, sencillo: los portales y las entradas a la azotea permanecen siempre abiertas para que sirvan de vía de escape en caso de incendio en el destartalado inmueble. Los servicios públicos retiran jeringas y desechos del terrado de tanto en tanto, pero los rehenes de los narcóticos suben al poco y se instalan de nuevo.

Es lo que ha ocurrido en los últimos días. Varias tiendas y chabolas improvisadas con cartones y lonas se han montado de nuevo en lo alto del edificio. Entre otros moradores, convive una cuadrilla de cinco hombres. Son rusos y ucranianos. Reacios a las fotografías, responden que tienen familiares en el país invadido. Aun así, la guerra no los ha enemistado. Se antoja una amenaza en los escombros que los rodean en caso de que prenda una llama, más cuando el frío obligue a calentarse. Dos incendios se declararon con pocos días de diferencia el otoño pasado en la terraza del bloque de la calle Saturno, gemelo de Venus. Un colchón ardió en uno de ellos.  

También se tienta al riesgo en los raíles que circundan La Mina. Concurridas durante años para suministrarse la dosis a hurtadillas, a Adif le costó varios años y algunas muertes por atropello hasta que sustituyó una valla agujereada por otra más sólida en 2019. 

Youssef, sintecho, en una zona de consumo de droga junto a las vías del tren, en Sant Adrià de Besòs.

Youssef, sintecho, en una zona de consumo de droga junto a las vías del tren, en Sant Adrià de Besòs. / MANU MITRU

B. -pide proteger su nombre- llegó hace dos meses a La Mina y duerme al raso cerca de las vías del tren, junto a un compañero, búlgaro como él. Se pincha “cuatro, cinco o seis veces al día”. “Depende de cuánto dinero tenga”, apostilla B., que ha recaído en una espiral destructiva: “He dejado la metadona de golpe. Estaba en un centro y me echaron. Nunca antes había estado en la calle. Me gustaría dejarlo, pero no es fácil. Mi madre trabaja en Austria y me envía dinero. Casi todo lo gasto en droga. Me envió 300 euros para que cogiera un avión y volviera a Bulgaria, porque al menos allí tengo casa. Pero también me lo gasté todo”.

Los toxicómanos alternan mucho menos el paso férreo de Sant Adrià que tiempo atrás, pero no todos lo han abandonado. Lo delata el rastro de las jeringuillas. Para comprobarlo, cabe atreverse a saltar las vías y alcanzar el último puente antes de que el Besòs desemboque en el mar. Allá está Youssef, agazapado en la inmundicia y las agujas que anegan la guarida. “Me gusta venir solo. Aquí nadie nos ve”, opone mientras pasan los trenes, silbando a quienes han osado invadir sus dominios.

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