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El cementerio olvidado de Gràcia

Cuando las fosas parroquiales colapsaron, atestadas de restos humanos, Barcelona planteó un camposanto en la Riera de Sant Miquel que la ciudadanía rechazó

Inaugurado en 1816, clausurado en 1818 y en desuso desde 1820, quedaron cuerpos abandonados, y se edificó sobre los  cadáveres que no devoraron los perros

antiguo cementerio Reportatge sobre antic Cementiri de Gràcia.  “Edifici i capella de l'antic cementiri de Riera de Sant Miquel 39”. Josep Roca. 1982. Col·lecció Club Excursionista de Gràcia. AMDG. Número de registre 480216

antiguo cementerio Reportatge sobre antic Cementiri de Gràcia. “Edifici i capella de l'antic cementiri de Riera de Sant Miquel 39”. Josep Roca. 1982. Col·lecció Club Excursionista de Gràcia. AMDG. Número de registre 480216 / Josep Roca (Col·lecció Club Excursionista de Gràcia).

Toni Sust

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Cerca de 75.000 personas visitaron la semana pasada cementerios barceloneses para honrar a sus muertos, como sucede cada año el 1 de noviembre. Pero ninguna de ellas acudió a la Riera de Sant Miquel, 39, en Gràcia, unos 200 metros por encima de la Diagonal, a poner una flor en recuerdo de los no se sabe cuántos cadáveres que llevan descansando desde principios del siglo XIX en los restos que queden enterrados del cementerio que estuvo abierto allí entre 1.816 y 1.818, limitado por las calles de la Riera de Sant Miquel, del Doctor Rizal, de Neptú y de Luis Antúnez. El olvidado camposanto de Gràcia, que tuvo una vida corta y tortuosa, nada que ver con el reposo: los últimos muertos acabaron abandonados sobre la tierra, algunos semidevorados por perros callejeros. Con los años, se edificó encima. Sobre aquellos huesos, quizá ya polvo, funciona ahora un colegio, el Josep Maria Jujol.

Dos personas han permitido a este diario acceder a una historia que quedó en un rincón del pasado, como nos pasa a todos cuando ya no queda un familiar o un amigo vivo que nos recuerde. Una es Adrià Terol, uno de los barceloneses que más debe de saber de la muerte en la ciudad: es historiador y gestor cultural en Cementiris de Barcelona. La otra, Josep Arisa, jubilado de Sant Gervasi y miembro del Club Excursionista de Gràcia, que un día, en 2004, a raíz de una conversación con amigos, se puso a remirar qué encontraba sobre un cementerio que ya no existía y escribió un artículo al respecto.

La capilla del antiguo Cementerio de Gràcia, visto desde el interior de la manzana que forman Riera de Sant Miquel, Doctor Rizal, Neptú y Luis Antúnez.

La capilla del antiguo Cementerio de Gràcia, visto desde el interior de la manzana que forman Riera de Sant Miquel, Doctor Rizal, Neptú y Luis Antúnez. / Col·lecció Club Excursionista de Gràcia (Autor desconocido).

Porque en aquella charla del club, se preguntaron dónde podía estar el cementerio de Gràcia, como lo habían tenido otros antiguos municipios. Hace poco corrió el rumor de que podía haber difuntos bajo el antiguo Mercado de la Abaceria, algo que quizá se desvele cuando se empieza a excavar allí para la construcción del nuevo.

El caso es que ya a finales del XVIII hubo quien en Barcelona se puso a pensar dónde colocar a sus difuntos para evitar que sus restos alimentaran epidemias en la ciudad amurallada en tiempos en los que la higiene no cotizaba al alza. Sobre todo, el obispo de entonces, Josep Climent, que compró los terrenos de lo que después sería el Cementerio de Poblenou, inaugurado en 1775 por él mismo pero caído en desgracia –los barceloneses no querían allí a sus muertos- y demolido después por las tropas francesas que ocuparon la ciudad.

La ‘escurada de cadàvers’

Arisa recuerda en su artículo, que publicó en el boletín del club, cómo Barcelona llegó a un punto en el que los muertos no cabían en los cementerios parroquiales, en los que acababa la mayoría de la gente, en terrenos adyacentes a las iglesias, dentro de las que eran enterrados los más pudientes y, en épocas más cercanas, también personas vinculadas a algunos oficios, precisa Terol. Cada año, relata Arisa, se procedía una vez a un procedimiento algo macabro aunque necesario para que pudieran entrar más difuntos que se denominaba “l’escurada de cadàvers”: para ganar espacio se abrían las sepulturas, se quemaban los restos de madera de los ataúdes, se extraían los restos de ropa y se presionaba los huesos como se aprieta la basura de una bolsa para ganar espacio. Cuenta Arisa que se hacía antes de Cuaresma y que se avisaba antes a los vecinos, por los potenciales efectos insalubres. El olor pútrido de los restos humanos.

La fachada de la antigua capilla del Cementerio de Gràcia, en 1952.

La fachada de la antigua capilla del Cementerio de Gràcia, en 1952. / Manuel Vilamitjana (Col·lecció Club Excursionista de Gràcia).

En 1787, el rey Carlos III prohíbe los entierros dentro de iglesias, aunque se prolongaron un tanto oficiosamente: la población prefería mantener sus costumbres y las parroquias, cobrar las tasas de entierro. Cuando los franceses ocupan España, el veto se impone sin miramientos. Quedaba entonces el reto de dejar de depositar a los difuntos en las fosas parroquiales. A la vista del desencanto que suscitó el primer intento en Poblenou, la ciudad decide construir el Cementerio en Gràcia, extramuros de la ciudad. El actual distrito fue un municipio independiente de Barcelona entre 1821 y 1823 y de 1850 a 1897, cuando quedó vinculada de forma definitiva a la capital catalana.

Segundo ensayo, en Gràcia

Ante el fiasco del Poblenou, se buscó lograr el apoyo de la población. Se prometió la construcción de un mausoleo en mármol y bronce y en forma de pirámide que recordara a los fallecidos en la guerra contra el invasor francés (Arisa cita como fuente de este dato ‘Visions barcelonines’, de Francesc Curet, historiador de la ciudad).

Se planeó construir 1.500 tumbas de las que se calculó que darían 60.000 libras abonadas, por sus futuros inquilinos, y se llegó a planear un camino desde el Portal de l’Àngel, entrada de Barcelona, y el cementerio. Arisa considera “indudable” que aquello, pese a no convertirse en una realidad entonces, fue “el germen” del paseo de Gràcia. Al final no hubo mausoleo ni camino de árboles, y el cementerio tenía una superficie que resultaba insuficiente: 180 metros de largo por 150 de ancho. Los barceloneses también rechazaron este camposanto, en algunos casos por la distancia de la ciudad, en otros por miedo a que amenazara a la salud. Los dueños de las torres y los cultivos cercanos se opusieron a la nueva compañía.

La escuela Josep Maria Jujol, erigida en el terreno donde estuvo el cementerio, nombrada así en reconocimiento al arquitecto que construyó los Talleres Mañach, en el 41 de la Riera de Sant Miquel, entre 1916 y 1918.

La escuela Josep Maria Jujol, erigida en el terreno donde estuvo el cementerio, nombrada así en reconocimiento al arquitecto que construyó los Talleres Mañach, en el 41 de la Riera de Sant Miquel, entre 1916 y 1918. / Joan Puig

El camposanto fue bendecido el 21 de enero de 1816 por el vicario general de la Diócesis, Josep Avellà. Dos años después, la Junta d’Autoritats de Barcelona, que planeó la iniciativa, dio por finiquitado el proyecto y volvió a pensar en el de Poblenou. En 1820, el cementerio dejó de serlo definitivamente. Un artículo del 'Diario de Barcelona' retrató el 12 de mayo de ese año al situación del terreno: “Los cadáveres que en él se depositaron son presa de los perros, robados sus vestidos y las maderas de las cajas, y aún sus huesos profanados. ¿Por qué se continúa en enterrar en él a los ciudadanos hermanos nuestros que mueren en los hospitales?”. En noviembre, el mismo diario publicó un aviso para que los familiares de los enterrados en Gràcia tramitaran su traslado a Poblenou, que se acabó imponiendo como el primer gran cementerio de Barcelona.

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