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Ataúdes para todos | + Historia

El día de Todos los Santos los cementerios se llenan de gente que recuerda a sus difuntos. La relación de la sociedad actual con la muerte es complicada y se expulsa de nuestra vida cotidiana. La historia ayuda a entenderlo.

’El beso de la muerte’, la escultura de mármol más famosa del cementerio del Poblenou. 

’El beso de la muerte’, la escultura de mármol más famosa del cementerio del Poblenou.  / Joan Cortadellas

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Xavier Carmaniu Mainadé
Xavier Carmaniu Mainadé

Historiador

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Este lunes, 1 de noviembre, es el día del año que más se visitan los cementerios. En las ciudades más grandes, como Barcelona, previendo una gran afluencia de gente, incluso se preparan dispositivos especiales de transporte público para llegar sin excesivas aglomeraciones. Los cementerios están lejos del centro. De hecho, cada vez más la sociedad tiende a expulsar la muerte del paisaje de los vivos. No hace tantos años, cuando había una defunción, el velatorio se organizaba en casa y familiares, amigos y vecinos pasaban el luto en la intimidad del domicilio. Ahora, en cambio, todo esto se ha trasladado a los tanatorios porque hoy en día tampoco hay tanta gente que muera en casa. Muchos exhalan el último suspiro en hospitales o centros asistenciales.

Este cambio de costumbres es la continuación de lo que empezó a producirse a finales del siglo XVIII cuando se inició el proceso de construcción de los primeros cementerios fuera de los recintos urbanos. En Europa occidental, cuando el cristianismo se convirtió en hegemónico en el siglo VI, se instauró la tradición de enterrar los cuerpos en las iglesias o en el terreno colindante, porque se consideraba que allí los muertos tendrían una mayor protección divina. De hecho, el lugar de mayor privilegio donde se podía ser inhumado era cerca del altar, ya que es donde el sacerdote oficia las ceremonias litúrgicas.

A medida que fueron pasando los siglos, esa costumbre topó con los cambios que se vivían en el Viejo Continente. Por una parte, el aumento demográfico provocaba una excesiva acumulación de cuerpos en zonas muy pequeñas, sobre todo cuando se declaraban epidemias. Y, por otra parte, los nuevos conocimientos científicos consideraban peligroso tener cadáveres en descomposición tan cerca; porque a pesar de que todavía no se conocía la microbiología y los médicos se basaban en la teoría de los miasmas (vapores pestilentes que supuestamente eran los transmisores de las enfermedades), ya eran conscientes de que no era una buena idea tener los restos de víctimas de males contagiosos dentro los templos a los que se iba a rezar todos los días.

Así, en el siglo XVIII, se empezaron a aprobar leyes para obligar a edificar cementerios en las afueras. En 1776 lo ordenó Luis XVI en Francia y, en 1787 en España, lo hizo Carlos III a raíz de la epidemia que se había producido seis años antes en la provincia de Guipúzcoa, donde los fallecidos habían sido amontonados de cualquier manera.

Sin embargo, la población era reacia a cambiar una manera de hacer tan arraigada. Por mucho que un rey lo ordenara, no todo el mundo quería sacar a sus muertos fuera de la ciudad. El cambio definitivo llegó con el nuevo siglo, porque uno de los que más ayudó a impulsar esa medida higiénica fue Napoleón. A partir de 1801, además, obligó a utilizar ataúd para todos los fallecidos. La medida primero se aplicó en París pero se fue expandiendo al mismo ritmo que lo hacía su imperio.

Hasta ese momento el uso de un receptáculo para depositar un cadáver estaba limitado a los estamentos más elevados de la sociedad. La idea napoleónica era evitar que hubiera fosas comunes que se abrieran y se cerraran constantemente con los peligros que conllevaba para la salud pública. Así pues, en el siglo XIX el féretro empezó a convertirse en el centro de las actividades funerarias. Ahora bien, las clases más ricas encontraron la forma de diferenciarse de los pobres a través de la suntuosidad. No todos los ataúdes eran (ni son) de la misma calidad ni del mismo material, ni todas las tumbas son iguales. Para comprobarlo solo hace falta pasearse por los cementerios y descubrir la belleza de algunos panteones y esculturas que los decoran.

Este arte funerario cada vez llama más la atención de los estudiosos y del público en general, siendo considerado un elemento patrimonial más como cualquier otro, hasta el punto de que muchos cementerios ofrecen rutas para descubrir las tumbas más bonitas.

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Al fin y al cabo, aquellos que se gastaron un dineral en sus tumbas han conseguido lo que perseguían: ser admirados y recordados incluso después de haber traspasado. La memoria de los vivos es lo que más nos acerca a la eternidad.


Caja con alarma

Con la generalización del uso de los ataúdes, una de las obsesiones que más proliferó durante el siglo XIX fue el miedo a ser enterrado en vida. Esto hizo que muchas funerarias ofrecieran algunos modelos de caja con un sistema de alarma incorporado, como un hilo atado en las manos del difunto que, de moverse, activaba una campanilla de inmediato.

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