análisis

Segunda enmienda: el derecho a portar coches

Que una asociación reivindique que la peatonalización es un ataque a la libertad individual del conductor es, como poco, un fracaso comunicativo de las medidas emprendidas en Barcelona

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Carles Cols

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Fue el pasado 8 de marzo, el último domingo antes de la pandemia, cuando el Ayuntamiento de Barcelona cerró al tráfico la calle de Aragó. A aquello no se llamaba entonces ‘urbanismo táctico’. Era, simplemente, un paso más dentro de la llamada campaña ‘Obrim Carrers’, que consistía en peatonalizar un fin de semana de cada mes tres calles de la ciudad, no cualquier calle, sino aquellas que durante el resto de la semana suelen ser un sinvivir de coches. El estreno fue en febrero en Via Laietana, pero, ya se sabe, esa es una calle de vida intermitente, escenario de habituales manifestaciones y, recuérdese, víctima colateral de algunas protestas independentistas de aúpa. Lo de Aragó fue muy distinto.

Se anunció y, como tantas otras veces ha ocurrido en esta ciudad, fue un inesperado éxito. Se llenaron las tumbonas, se jugó al pinpón, se tocó el piano y, sobre todo, se vaciaron las aceras y se gozó de la calzada con gran placer. Lo que ocurrió aquel 8 de marzo debería no caer en el olvido. La pandemia (oportuno verbo para la ocasión) aparcó ‘Obrim Carrers’.

El espíritu tuitero

La cuestión es que, aunque no es científicamente mesurable, la ‘Barcelona pintada’ durante el desconfinamiento, más esos 21 nuevos kilómetros de carril bici ganados al coche como en una partida de Risk, no han sido recibidos con esa alegría y espontaneidad de ocasiones anteriores, como si el carácter colectivo de los barceloneses, como el de un niño en otras ocasiones, fuera ahora más parecido al del tuitero prototípico, ese al que todo le parece mal y lo expresa a toda hora y maleducadamente.

Tal vez lo habrán leído en alguna ocasión anterior por aquí, pero la realidad se parece cada más a twitter y, desde luego, eso no augura nada bueno, pero, de paso, propicia situaciones lisérgicas, como la reciente irrupción en escena una autodenominada plataforma por la Movilidad Libre, una asociación que sostiene que el uso del coche por las calles de la ciudad es un derecho equiparable a llevar armas en Estados Unidos, o sea, que debería haber una segunda enmienda en la Constitución Española que lo consagrara. Considerar que acotar los dominios del coche es un ataque a la libertad es, perdón por la insistencia, muy tuitero y muy propio de estos tiempos en que las palabras son, cada vez más, una orwelliana neolengua.

La Barcelona pospandémica, lo dicho, ha generado rechazo, indiferencia y, cosa rara, pocas adhesiones entusiastas. Las furgonetas y camiones paran en las zonas peatonales de Consell de Cent y Girona y algunos carriles bici sufren frecuentes invasiones de coches con la excusa de que solo será un par de minutos. Así no hay manera. Pero puede que haya una razón más profunda para ese desánimo. Preguntado alguien que, por razones que no viene al caso, prefiere mantener el anonimato pero que de esta ciudad se sabe hasta la talla de su ropa interior, la razón está en la génesis. No se dijo para qué. ¿Cuál era el objetivo? ¿Reducir el tráfico? ¿Ganar espacio para más terrazas? ¿Peatonalizar? La explicación oficial cuando se dieron a conocer las medidas, a finales de abril, era que así se podría mantener la distancia social cuando terminara el confinamiento. Por eso se acometieron de una tacada todas las medidas y no, como sucedió con ‘Obrim Carrers’, se sirvieron una a una, como en un menú de degustación.

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