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Niños migrantes viven acampados en la montaña de Montjuïc de Barcelona

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Elisenda Colell

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Son las seis de la tarde y está a punto de anochecer. Dos chicos magrebís de 14 años cruzan la montaña de Montjuïc con dos bolsas del supermercado. Llevan pan y huevos. Se detienen ante un balcón, y lo saltan. Entre los árboles se oyen más chicos que hablan árabe. Allí se esconden en una cabaña hecha con mantas. La precaria estructura se aguanta con unos palés de madera. Dentro tienen, como mínimo, un colchón. El exterior está lleno de basura. Plásticos, bolsas… y una mesa improvisada donde unos chicos baten los huevos y preparan lo que parece que será la cena. "Aquí vivimos ocho marroquís, todos menores, el más pequeño tiene 12 años", cuenta uno de ellos, Achraf.

Dice tener 14 años. Hace tres meses tuvo la idea de montar esta chabola con un grupo de amigos que conoció en el puerto de Tánger. Este no es el único campamento de menores magrebís que hay en la montaña de Montjuïc. Según ha podido saber este periódico, se han detectado al menos dos más desde este verano. Y cada vez se adentran más en la montaña. El ayuntamiento admite que hay 20 niños malviviendo en el centro de Barcelona.

Mientras Achraf rellena una garrafa con agua de la fuente, llega otro chico al campamento. Él aporta un bote de mermelada de fresa. Le cuesta mantenerse erguido, se tambalea. Bajo el pantalón esconde una bolsa con cola. "Yo no tomo drogas, pero alguno sí que hay que inhala cola o disolvente, otros fuman porros", termina reconociendo Achraf. "Aquí estamos bien, hacemos nuestra vida, y vivimos a primera línea de playa". Hay que reconocer que las vistas son espectaculares. El mar, la estatua de Colón, las Drassanes... y hasta se puede ver la ciudad de Badalona.

El resto del grupo sigue cocinando. Con un cámping gas y una paella hacen una tortilla a la francesa. De bebida, zumo de melocotón. “Nos lo dejaron unos argelinos”, explica Achraf. Según su versión, pasan el día sentados en bancos del Poble-sec viendo pasar el tiempo. Quieren dejar muy claro que nadie roba ni ha cometido delito alguno. Dicen que el dinero que tienen lo consiguen de familiares lejanos o amigos mayores de edad que se lo prestan.

Hamsa vivió dos meses en el piso de estos supuestos familiares. “No me gustó, éramos muchos en casa. Prefiero que me den algo de dinero cada mes”. Un dinero con el que, dice, comen todos. Achraf hace ocho meses que cruzó el Estrecho escondido bajo el motor de un camión. Sus padres siguen en Marruecos, como los del resto. Ha sido protegido en varios centros de menores, pero siempre ha terminado escapándose. "Quiero vivir en Barcelona". Le acompaña Hamsa, el mayor del grupo. Tiene 17 años y también ha pasado por centros tutelados. Del que tiene más buenos recuerdos es el de Amposta, donde aprendió el oficio de panadero. Está a punto de cumplir los 18 años, no tiene papeles y se moría de miedo de quedarse sin nada. Por este motivo, dice, se fugó y vino a Barcelona. "Quiero buscarme la vida, en la ciudad tendré más futuro: es grande y hay más trabajo". Hace dos semanas que llegó a la capital y desde entonces malvive en este precario campamento.

Entidades sociales calculan que unos 30 menores magrebís merodean durante el día por el Raval

Pero las entidades sociales que trabajan con estos chicos, y algunos vecinos del Raval, tienen otra versión. Calculan que hay un grupo de unos 30 magrebís menores de edad que viven en las calles de Barcelona. Pasan el día en la zona sur del Raval. "Roban e inhalan cola o disolvente. Algunos están teniendo problemas psicóticos graves", detecta el experto en psicología de la Fundació Sant Pere Claver Joaquim Corral. “En cuanto llega la noche, se separan en grupos”, explica Corral. Unos han optado por ir a Montjuïc. Otros duermen en pisos ocupados del Poble-sec y algunos prefieren las calles del Raval, por ejemplo el huerto de de Sant Pau del Camp, entre la comisaria de los Mossos de Escuadra y el monasterio de Sant Pau del Camp.

"Vienen a dormir a las cinco de la madrugada, aprovechan la noche para robar a los turistas que están borrachos", explica el sacristán del templo, Elkin Miranda. El patio de este centro parroquial se ha convertido en el escondite de los chicos. Miranda ha decidido construir una especie de muralla con alambre para impedir que se adentren. Cada día recoge decenas de fundas de móviles y carteras vacías de las que los chicos se quieren deshacer. Pero a veces también usan este espacio para esconder su botín: "Me he encontrado relojes, móviles, y el disolvente con el que se colocan. Así, cuando les pilla la policía, no llevan nada encima", explica el sacristán.

"Estos niños tienen que estar acompañados por alguien, deberían estudiar e ir a la escuela", opina Miranda. La semana pasada se le rompió el corazón cuando vio al chico más pequeño, calcula que de unos 12 años, llorando en una esquina. "Se pegan constantemente y este niño es el que más recibe", asegura.

Informes con mapas y datos de los menores

Según la ley, y los derechos de la infancia, la Administración debe proteger y facilitar un techo a todos los menores: en el caso de Catalunya, es la Generalitat a través de la Direcció General d'Atenció a la Infància i l'Adolèscencia (DGAIA). El Ayuntamiento de Barcelona es el responsable de detectar los casos y avisar a la DGAIA. La teniente de alcaldía de Derechos Sociales del ayuntamiento, Laia Ortiz. lo ha dejado claro este jueves en un contacto con medios de comunicación: "Hemos pasado informes y mapas del conjunto de la ciudad a la Generalitat". Ortiz ha insistido que los educadores sociales municipales de la calle aplican los protocolos existentes. De hecho Barcelona ha duplicado el número de educadores que patean las calles. La Generalitat cuestiona haber recibido estas comunicaciones. "El trabajo de detección de menores en la calle lo debe de hacer el ayuntamiento; cuando encuentran casos y esto ocurre, la DGAIA actúa", informó un portavoz el pasado miércoles. Este año han acogido a más de 3.000 menores migrantes.  Desde el Govern sí que admiten que “en un pequeño número de casos los menores salen y no vuelven a los centros”, e insisten que "no son centros cerrados y el trabajo con los menores se basa en el compromiso entre joven y educador".  

Sospechas de prostitución

Lo que llama la atención es que muchos de ellos van bien vestidos. Llevan ropa limpia, zapatillas caras y están bien aseados, incluso algunos se tiñen el pelo. "No responden a la imagen de persona sin hogar a la que estamos acostumbrados", explica Corral. Los profesionales de la fundación Sant Pere Claver creen que hay alguna especie de protector, a cambio de aseo y ropa cara. De hecho, se temen lo peor: "Sospechamos que los están prostituyendo, aunque de momento ningún chico nos lo ha admitido, ni por asomo". Otra hipótesis es que los protectores se lleven una tajada importante de los botines que roban.

“Estos niños están tratando de superar los siete duelos que componen el síndrome de Ulises, que afecta las personas migrantes. Pero tienen los factores estresantes que supone vivir en la calle además de los problemas propios de la adolescencia”, explica el psicólogo, que asegura que están viendo chicos con una "evolución psicótica grave". Hace un año que la fundación Sant Pere Claver, especializada en salud mental con personas migrantes, y Suara, que atiende a personas sin hogar, coordinan un centro diurno para ayudar a salir de la exclusión a jóvenes migrantes que a los 18 años han dejado de estar protegidos por la Administración. Hace unas semanas también ayudan al equipo que trabaja con los menores de edad.

La Generalitat y ayuntamiento explican que han puesto en práctica un nuevo protocolo consensuado para facilitar el retorno de estos chicos a los centros de menores. Fuentes municipales admiten que de momento en 20 casos ha sido imposible. "Esperemos que el frío ayude", asegura Corral, convencido de que la atención psicológica y con educadores de la calle será más efectiva que la policial.