El susurro del hierro

El coche silencioso del AVE, recién estrenado entre Barcelona y Madrid, es un mundo aparte que seduce a una flemática minoría

Minoría 8En el vagón silencioso del AVE hay muchos asientos vacíos.

Minoría 8En el vagón silencioso del AVE hay muchos asientos vacíos.

M. B.
BARCELONA-MADRID

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El silencio carece de cuerpo, no tiene forma, no tiene color, no huele ni se puede coger, de modo que a primera vista el vagón silencioso no es más grande ni más musculoso ni tiene una cara más linda; a primera vista, es un vagón normal. Solo que, si uno se fija, hay menos gente. Para empezar. En los demás vagones apenas sobran sillas, pero en este, donde básicamente hay que cerrar la boca, de 48 asientos disponibles 40 están vacíos. Primera constatación: la gente prefiere viajar hacinada a viajar callada.

A sus anchas, el viajero silencioso puede escudriñar el coche y descubrir que sí, que hay diferencias. Para empezar, las servilletas informativas dispuestas en el respaldo de las sillas, con la información de todo lo que no se puede hacer en este sitio: no se puede hablar por teléfono, no se puede hablar en voz alta y no se puede hablar largo. No se puede hacer ruido, en general. Están prohibidas las mascotas y los niños menores de 14 años. Hay una decena de reglas en total, algunas que demuestran un elevado nivel de exquisitez: «Utilice sus auriculares y ajuste el volumen para no molestar al resto de pasajeros». No basta con usar cascos; lo que importa es que no haya filtraciones. En la práctica, es como declarar franja de edad non grata a casi toda la población adolescente.

Como en el tango

La segunda gran diferencia es que el vagón silencioso es un vagón patrocinado por una gran empresa. No una de aislamientos sonoros, ni una de auriculares, ni una de tapones para los oídos. Está patrocinado por el enemigo: una empresa telefónica. Ni un pelo de tontos, como es bien sabido. En cualquier caso, lo que más distingue al vagón silencioso de sus ordinarios compañeros es algo que solo se puede apreciar de noche o en los túneles: la iluminación. ¡Ah! «Se rebajará la intensidad de la iluminación», se lee, de hecho, en las servilletas. Luz tenue, baja, como en un piano bar, como en el vestíbulo de un hotel a medianoche. Como en el tango.

El vagón silencioso siempre está en un extremo del tren, la punta o la cola, para eximir a sus ocupantes del habitual trasiego de pasajeros en busca de la cafetería. Pero es difícil luchar contra la legión habitual de despistados, los que en un tren son capaces de perderse; algunos inevitablemente acaban en el vagón silencioso, y entonces se produce el choque de civilizaciones. Aquí se ve lo vulnerable que es todo: un viajero silente jamás llamará la atención en un vagón ruidoso, pero al contrario no se puede decir lo mismo. Estos turistas del más allá decibélico no entran: irrumpen. Sus conversaciones normales suenan a truenos de Zeus. De la puerta para allá son dicharacheros, pero una vez han traspasado la frontera son lo peor que existe en 48 asientos a la redonda. Son ruido.

Aquí, bien visto, no es difícil tener la impresión de pertenecer a una sofisticada élite, aunque es probable que en el resto de vagones no compartan esa opinión, y el coche de cola sea visto como un lugar extraño. ¿Por qué irse al vagón del no? ¿Por qué? ¿Por qué? «¿Por qué? Bueno, yo viajo muy a menudo en el AVE, y siempre me encuentro con gente que habla por el móvil a toda pastilla, o que ven una película en la tableta y no se molestan en ponerse auriculares. Así que prefiero con mucho ir a la cafetería cuando tengo que llamar que tener que oír las charlas de todo el mundo». Teresa Goñi es abogada; el tiempo de silencio en el AVE lo disfruta como un regalo; y lo dedica a estudiar.

Con todo, no es justo hablar de silencio, no con mayúsculas, al menos. El silencio aquí es el de lo moderno, el del AVE, todo lo que es capaz de dar una máquina formidable que se desplaza a 300 kilómetros por hora: eliminado el ruido habitual de un vagón queda el rumor del desplazamiento sobre los rieles, los tenues quejidos de algunos hierros, el zumbido de las puertas cada vez que alguien sale; todo con una nitidez inusitada. «Bienvenidos al silencio», rezan los carteles de la compañía telefónica, y el silencio aquí es eso: el roce del dedo contra el papel cada vez que el pasajero de al lado da la vuelta a la página del libro. Se escucha perfectamente.