Gente corriente

Josep Campamà: «Me quedo mirando el jardín y siento que este es mi lugar»

El Astérix de L'Hospitalet. Entre bloques de pisos y naves industriales, resiste la masía de su familia.

«Me quedo mirando el jardín y siento que este es mi lugar»_MEDIA_1

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GEMMA TRAMULLAS

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Los primeros brotes verdes de una higuera casi centenaria asoman por encima de una tapia en la carretera del Mig, rompiendo la anodina sucesión de naves industriales en esta calle de L'Hospitalet. En un extremo del muro, una vieja cancela da paso a una estampa de otra época: una masía, con su antiguo corral y su porqueriza hoy vacíos, sus aperos de labranza ya oxidados y su carro sin caballo. En el jardín, las mariposas revolotean entre olorosas matas de flores y un mirlo impone su canto sobre el ruido del tráfico. Sentado bajo la poderosa higuera, Josep Campamà comparte recuerdos y fotografías de cuando Bellvitge era una fértil llanura.

-¡Esto es una maravilla! ¿Cómo se llama esta casa?

-Se conoce como Ca la Marieta. Fue mi tatarabuelo quien se instaló aquí hacia 1860.  Yo soy el mayor de los cuatro hermanos que nacimos en esta casa.

-¿Cómo es posible que la masía haya sobrevivido tal cual entre los bloques de Bellvitge y las naves industriales?

-Mi madre nunca quiso venderla y tengo dos hermanos que aún viven aquí. ¡Hasta hace poco aún tenían gallinas! Lo que sí perdimos cuando empezaron a construir los bloques de Bellvitge, hace 50 años, fueron las tierras. El segundo bloque lo construyeron justo en medio de nuestra parcela, que trabajamos hasta el último momento.

-¿Qué cultivaban?

-Alquilábamos dos mojadas de tierra [una mojada equivale a 4.900 metros cuadrados] y mi padre sembraba trigo, maíz, judías, patatas, coles, brécol, acelgas, lechugas... Algunos domingos me dejaba acompañarle con el carro cargado de verduras hasta el mercado central del Born.

-¡Y aún conserva el carro!

-Sí, pero está en muy malas condiciones. Mi padre murió en 1963 y mi madre me dijo [se emociona]: «Tu padre se está pudriendo en el cementerio, pues este carro que se pudra aquí».

-¿Cómo vivieron los payeses la brutal transformación de su paisaje?

-En 1960 se comunicó a los propietarios que serían expropiados para dar paso a la construcción de Ciudad Bellvitge. Hubo quien no lo soportó. El hijo de Cal Rei, que se llamaba Pepet como yo, desapareció, y días después descubrieron su cadáver: se había pegado un tiro. A la abuela de Cal Creixells la metieron en un piso y se tiró por el balcón; no podía soportar estar encerrada entre cuatro paredes.

-En 1964 hizo fotos magníficas del primer bloque alzándose entre los cultivos.

-Tras la muerte de mi padre me encargué de las tierras. Cada día iba hasta los campos en bici y veía aquella mole. Mi madre me había regalado una Kodak Retinette por Reyes y decidí hacerle fotos.

-Bellvitge celebra 50 años de existencia y sus fotos han adquirido valor documental.

-Sí, pero yo entonces no las hice con esa intención, sino sencillamente porque aquello me impresionaba.

-En diez años 35.000 personas se instalaron en los bloques construidos sobre los campos de su infancia.

-Y los timaron de mala manera. Bellvitge se anunciaba como la ciudad jardín y acabó siendo un espacio masificado y sin servicios básicos. Aquella gente tuvo que luchar mucho, pero yo ya no viví esa estapa. En 1972 me casé, me fui a vivir a Santa Eulàlia y entré a trabajar de administrativo.

-Habla con orgullo y emoción de su casa familiar. ¿Siente nostalgia?

-Podríamos decir que sí. Cada día vengo aquí y me paso horas en el jardín, podando, regando y leyendo el periódico. «¡No sé qué tienes allí!», dice mi mujer. Pero yo me quedo mirando el jardín y siento que este es mi lugar.