Matarlos a todos

'Juego de Tronos' tiene muchas virtudes, pero hay algo que la hace única: el constante miedo de ver morir a nuestro personaje preferido

Ned Stark.

Ned Stark. / periodico

JOAN BURDEUS

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Alerta de 'spoiler': este artículo está pensado para todos los que hayan acabado la tercera temporada de 'Juego de Tronos': todo 'spoiler' pertenece a la serie de televisión y no hay ninguna referencia a futuros acontecimientos salidos de la saga literaria.

Ayer viste el penúltimo episodio de la tercera temporada. 'Red Wedding'. Están jodida e irrevocablemente muertos. Todavía te queda mucho por procesar: no entiendes cómo puede seguir teniendo sentido la serie sin Robb, sin Catelyn, sin Talisa, qué interés tiene ahora la guerra tras una victoria tan aplastante de los Lannister -que para más 'inri', son los "malos"- pero de repente, mientras piensas en cuan difícil debe ser burlar el sistema de seguridad de la mansión de George R.R. Martin llevando algún objeto afilado, un colega te dice: "¿Qué tal el último de GoT? Voy a verlo esta noche". Y sonríes.

Pocos recuerdos evocan mejor lo específico de la experiencia 'Juego de Tronos' que esta sensación. La omnipresencia de la muerte, acechando en cada escena, es el elemento distintivo de la saga de R.R. Martin. ¿Pero entonces, amamos o detestamos la mano implacable del autor? Está claro que nos gusta esta serie. Mucho. La espera entre los 10 fugaces capítulos de una temporada y los de la siguiente es un ejercicio de constricción digna de un santón hindú, que induce al más intolerable de los martirios a consumidores insaciables como nosotros. ¿Pero era necesario matar al bueno de Ned? Rotundamente sí.

La ficción televisiva seriada tiene ciertas convenciones. Como espectadores, entramos en un pacto no escrito con nuestras series de cabecera. Durante una hora, sufriremos al ver a los chicos de 'CSI' arriesgando sus vidas para resolver un caso, nos morderemos las uñas cuando Walter White esté siendo encañonado por un furibundo Jesse, ¡qué diablos!, si hasta estábamos al borde de cambiar de canal cada vez que Buffy era apresada por el vampiro de turno… Y sin embargo, en el fondo siempre sabemos que no van a morir. Un momento de frialdad nos bastaría para estar seguros que en el cuarto capítulo de la tercera temporada de 'Homeland', Carrie Mathison no recibirá un balazo entre ceja y ceja. De hecho, si en ese hipotético instante escrutáramos nuestra memoria, recordaríamos un artículo perdido por internet que leímos hace tiempo que decía que la serie había firmado un mínimo de dos temporadas más. Y entonces nos daríamos cuenta de que no, que de ningún modo los responsables de la serie van a llenar los 32 episodios siguientes sin la ganadora del Emmy a mejor actriz protagonista.

Esta suspensión de la sospecha forma parte del juego. Incluso los más resabiados seriéfilos se abandonan en cada episodio a una ingenuidad transitoria sin la cual no habría disfrute posible. La incertidumbre es un elemento necesario para sentir cierto tipo de placer en una historia y, aunque no afecte del mismo modo a los diferentes tipos de narración, saber de antemano el desenlace de lo que se cuenta mutila muchas posibilidades de la experiencia. Cada final de temporada, cada muerte de un protagonista, cada giro inesperado, suponen una pérdida de virginidad irreparable, momentos únicos que no podremos volver a disfrutar con la misma frescura que la primera vez. Pero aunque nuestra mirada pueda poner entre paréntesis su escepticismo habitual para gozar de la tensión dramática cada vez que nuestro amado protagonista se enfrenta a un peligro mortal, hay algo en el formato de las series que nos priva, como espectadores curtidos y familiarizados con su dinámica -aunque sea a nivel subconsciente-, de esta inocencia virginal respecto a las posibilidades reales de que suceda algo tan irreversible como la muerte. Pues bien, 'Juego de Tronos' juega con otras reglas.

Cada final de temporada, cada muerte de un protagonista, cada giro inesperado, suponen una pérdida de virginidad irreparable, momentos únicos que no podremos volver a disfrutar con la misma frescura que la primera vez 

El miedo a la muerte de los personajes que habitan Westeros es una herramienta narrativa que diferencia la obra de Martin de cualquiera de los otros pesos pesados de la parrilla. En el mundo de 'Juego de Tronos' no hay tregua posible, solo el terror acechante de que en cualquier momento podrían decapitar a Tyrion Lannister, con el que tanto hemos compartido y cuyo póster decora nuestra habitación. Cuando hemos visto morir a tantos personajes que jamás hubieran desaparecido en otras ficciones televisadas perdemos todo punto de referencia. Como náufragos en medio de la tormenta, sin nada a lo que asirse, ningún criterio convencional nos ofrece consuelo: los guionistas aplastan sin contemplaciones la subliminal vocecita que nos recuerda que "Khal Drogo no pude morir, porqué sin él Daenerys está perdida" o que "al menos dejarán a Catelyn con vida, ella no ha hecho nada".

Y es precisamente por comparación, que nos damos cuenta del valor añadido que le da el tratamiento de la muerte a la serie basada en 'Song of Ice and Fire'. Ninguna otra serie se atreve a arriesgar de forma tan descarada el que, sobre el papel, es su mayor capital: el amor entre un espectador y un personaje. Incluso 'The Wire' -todo el mundo en pie-, la gran obra coral de nuestros tiempos, y por la que la muerte también se pasea; no puede ni acercarse a esa sensación de peligro constante que impregna 'Juego de Tronos'. Si algo exigimos a la ficción serializada (con "a") es que nos atrape, que nos haga a adoptar facciones Munchianas tras calcular las horas que faltan para que suene el despertador y aun así no nos podamos ir a dormir sin ver "otro más". Nuestra fidelidad es algo que se consigue con dificultad, que se va forjando a base de tramas sorprendentes y 'cliffhangers' que quitan el hipo, pero todos estaríamos de acuerdo en que la prueba del algodón de nuestra pasión por una historia está en el vínculo con sus personajes. ¿Cómo puede gustarnos tanto una serie que pone fin sin piedad y sin tregua a nuestros romances con sus protagonistas, tantos y tan bien construidos, impidiendo desplegar futuros posibles enriquecidos con la presencia de los personajes que tanto tiempo hemos invertido en conocer?

Lo importante de esta pregunta no es su respuesta -no estamos como para ir diciendo a la gente porqué le gusta algo- sino en que, al formularla, nos damos cuenta de la grandeza de 'Juego de Tronos'. La serie de la HBO demuestra que se puede mantener en vilo a miles de espectadores transgrediendo algunos cánones arraigadísimos de la ficción en serie -léase no matar sistemáticamente a los personajes más amados por el público- y que, cuando de cada aspecto de la obra está trabajado hasta alcanzar la excelencia, las posibilidades de interesar al público no se agotan en lo que prescriben todos los manuales del buen productor. En una entrevista en que preguntan a George R.R. Martin sobre el final de la serie, el escritor responde que el final será "una nube de polvo o nieve movida por el viento a través de un vasto cementerio lleno de tumbas". Cuesta imaginar a ninguna cadena llevando adelante un proyecto tan sumamente costoso como el que estamos discutiendo con esta propuesta sobre la mesa. Ernest Heminghway decía que "todas las historias, si se las lleva lo bastante lejos, acaban con la muerte, y un narrador de verdaderas historias no lo puede evitar" y ahora, gracias a la HBO y a las que han seguido su estela, cada vez se abren paso más narradores de verdaderas historias en la televisión.

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