Análisis

La decepcionante herencia de Pujol

JOAN J. QUERALT

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La mayoría pensábamos que, antes o después, la guerra sucia, con mentiras, medias verdades y verdades irrumpiría de pleno en el actual conflicto institucional. Conociendo o intuyendo el lanzamiento de un misil en su línea de flotación, Jordi Pujol se adelanta a los acontecimientos, se autodenuncia como defraudador fiscal, dice asumir todas las responsabilidades y se dispone a declarar ante quien haga falta. Se ampara, al menos no abiertamente, no en una razón patriótica, sino en respetar la voluntad de su fallecido padre; un argumento sin fuerza de convicción. A su decir, su progenitor no veía muy seguro el futuro vital de su hijo ni de su familia y dejó en el extranjero -¿dónde?- un indeterminado capital, a fin de asegurar ese futuro. Pese al silencio sobre su volumen, no parece que se trate de un patrimonio menor.

Llega esta autoinculpación de Pujol sobre evasión fiscal en un momento crítico para miembros de su familia. Al manifestar que ese capital ya está regularizado -lo esté o no- se pretende dar cobertura al patrimonio actual de su familia y de cada uno de sus vástagos. Cobertura que vendrá de perlas para justificar ante los tribunales los caudales de los sometidos a enjuiciamiento actual o futuro.

La carta difundida ayer es una antinomia: pide perdón con, cuando menos, una llamativa falta de relación con la realidad. Dejando de lado que distinguir, lo que es mucho distinguir, entre testamento y herencia (todo es herencia), lo cierto es que, como todo el mundo sabe, no hay que dejar pasar más de 30 años para regularizar lo recibido en herencia: bastaban cinco años en la época; ahora, desde 1998, solo cuatro. Alegar que otros han podido acogerse a amnistías fiscales -y el president no- es algo que también carece de sustento, no solo legal, sino racional. Deja la confesión traslucir el momento de la regularización: la amnistía fiscal del 2012; la posibilidad de repatriación de lo declarado fuera a un coste fiscal ínfimo hace pocas fechas, parece debido a un generosa disposición de la Dirección General de Tributos de abril pasado.

O lo que es lo mismo: de la carta se deduce que Pujol y/o su familia se acogieron a la amnistía fiscal del 2012 (omito las chanzas sobre política fiscal, familia y política) y han repatriado su capital cuando una nueva normativa les ha puesto alfombra roja. En definitiva, no se trataba de no haber tributado durante más de 30 años por una herencia, pues como muy tarde en 1986, la deuda tributaria estaba ya prescrita, sino que ese dinero, automáticamente regularizado por el paso del tiempo, se ha vuelto a hacer invisible al fisco.

En efecto, estuviera ese patrimonio en la parte del mundo que estuviera, ha generado unos rendimientos, ellos sí hasta ahora opacos, que solo han sido sacramentados hace pocas fechas. Con  esta jugarreta, en la que el president ha estado acompañado por otros insignes padres de las patrias, también alérgicos congénitos al fisco, se ha infligido un flaco favor a sí mismo, a la ciudadanía y al país, al que indudablemente ama.

Las reglas de lo público

Pide ahora perdón. Esta costumbre, entre el formalismo católico y el ritual japonés, sin mayores consecuencias, resulta insuficiente. La petición de perdón público no tiene ni puede tener los mismos efectos que la petición privada de perdón por asuntos particulares. Si el cónyuge, la familia, los amigos o los compañeros de trabajo quieren perdonar a su autor una trastada, son muy dueños. Pero en la esfera pública, la confesión, el propósito de enmienda o, incluso las lágrimas reales o anunciadas, no son suficientes; es necesario, pero no suficiente. Lo público tiene otras reglas.

Para empezar el president y sus allegados, beneficiarios y/o conocedores de este fraude, han de detallar desde el primer día hasta la plena trazabilidad del capital en juego, sin omisiones. En segundo lugar, han de devolver hasta el último céntimo. En fin, han de desaparecer de la escena pública. Duro ciertamente, pero es la sanción política y social acorde con quien, como líder durante quinquenios, se ha prestado como el timonel del país. Quebró nuestra confianza en él. Y algo más importante: ya no se hace merecedor al respeto que por su trayectoria le ha sido, hasta ahora, debido. Decepción.