a pie de calle

El uniforme informal

Uniformes laborales en el escaparate de la sastrería Transvaal, de la calle de Hospital, ayer.

Uniformes laborales en el escaparate de la sastrería Transvaal, de la calle de Hospital, ayer.

JOAN BARRIL

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La consellera de Ensenyament, la señora Irene Rigau, ha lanzado una insinuación. Se trataría de que los alumnos y alumnas fueran uniformados a la escuela. No depende de ella ni del Govern, porque esta apuesta textil corresponde a los consejos escolares. Algunos usuarios de la llamada comunidad educativa están muy felices con la idea. Aducen que los escolares uniformados son un rasgo más de la igualdad de oportunidades. Otros consideran que se acabó el imperio arbitrario de las marcas con el gasto familiar que ello devenga. No se dice, pero se piensa, que un buen uniforme occidental puede acabar por la vía académica con el uniforme femenino confesional de otras religiones.

Pero lo que es evidente es que negarse al uniforme escolar es algo de difícil explicación. Nacemos en bicolor: los niños de azul y las niñas de rosa. Y a nadie se le ocurre considerar que se trata de una medida poco democrática. En el jardín de infancia la vestimenta de los niños se cubre con esa bata ancestral que se lleva desde que en el siglo XIX se inauguró la escuela obligatoria. Después, al menos en lo que a la escuela pública se refiere, llega la diversidad cargada de lolitas precoces y de pandilleros engominados. Pero al final del proceso, cuando los escolares se han de buscar la vida laboral, aparecen en las colas de las ETTs y en los raídos banderines de enganche de trabajos de salarios ridículos y precarios, otro tipo de uniformes.

Y es que los uniformes, se quiera o no, nos tientan. Sean escolares o adultos, las grandes empresas confeccionistas de moda no dudan en poner el nombre de sus creadores sobre sus prendas. Incluso en los momentos más íntimos, los desconocidos han de justificar ante sus parejas que ellos no son Adolfo Domínguez ni Calvin Klein, sino que son las marcas las que nos han grabado a sangre y fuego una identidad que no es la nuestra.

Para conocer el apasionante mundo de los uniformes me dirijo a la calle de Hospital, muy cerca de Mendizábal, donde se abre la sastrería laboral Transvaal. Nombre curioso y circunstancial, porque el Trans-

vaal fue una guerra menuda en Suráfrica entre la corona británica y los boers. Se trata de un territorio al norte del rio Vaal cuya posesión se dirimió en 1899. De aquella guerra lejana surgió esa sastrería que ya lleva más de 100 años. El mundo real necesita uniformes para que los ciudadanos no se sientan abandonados por la crisis. Bomberos, soldados, futbolistas, presidiarios, enfermeros y enfermos, policías y conductores de bus, todos necesitan la cohesión de la ropa. Los alumnos, por el contrario, se han visto constreñidos durante años a la libertad de vestuario. Será tal vez porque en todo el mundo, cuanto más pobre es un país, más uniformes se ven por las calles. Otra cosa son las escuelas privadas de élite, con sus pichis femeninos y los polos masculinos, que proporcionan colorido a la parte alta de la ciudad. Tal vez si los consejos escolares abogan por la uniformidad aconsejen a niños y niñas que lleven ropa interior con el nombre del santo varón que les inspira o de la virgen que irradia santidad por todas sus fibras. H