La crisis, los jóvenes y la ultraderecha

Ruptura contractual

Hay que poner una especial atención a los mecanismos que, desde el gasto público, permitan avanzar hacia la igualdad de oportunidades

Simpatizantes de la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, en Lyón.

Simpatizantes de la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, en Lyón. / periodico

JOSEP OLIVER ALONSO

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Una última encuesta sobre las preferencias electorales de los jóvenes franceses arroja una de las claves del alza de los partidos de extrema derecha. Según Ifop, casi el 30% de los jóvenes de 18 a 25 años apoyan a Marine Le Pen, por encima del 28% de Enmmanuel Macron o del 11% de François Fillon. Y aunque es cierto que este grupo de edad suele presentar mayor abstención, y por tanto no parece que puedan decantar la próxima elección presidencial, no echen en saco roto lo que estas cifras indican. 

Apuntan a que los partidos tradicionales son vistos como algo viejo, incapaz de dar solución a sus angustias. Y, por ello, se aferran a quien sea que les prometa mejorar su situación. El dramático escoramiento de Francia a la derecha y, en particular, de sus jóvenes, refleja el pesimismo de un creciente grupo de bajos niveles educativos, parados o con perspectivas de ocupabilidad a la baja y, por tanto, sin capacidad de programar ni su pensión, ni su futuro más inmediato. Según la misma encuesta, el empleo, el coste de la vida, la educación y la salud son, por ese orden, los factores que más peso tienen en su elección.

Este proceso francés forma parte de una situación más general. En España, en el último trimestre del 2016 la tasa de paro de 16 a 24 años se situaba en un insólito 44,4% de sus activos. Además, el desempleo del país reflejaba una media (19,7%) de tasas muy distintas según educación alcanzada: solo un 10,3% para aquellos con niveles superiores, el 17,8% para los de nivel medio y un insoportable 28,2% para los de menor educación. 

EL PACTO SOCIALDEMÓCRATA

Si cruzan las dos aproximaciones (edad y estudios) lo que emerge da miedo. Porque expresa una radical ruptura respecto a cómo han funcionado nuestras sociedades las últimas décadas. Entre la Segunda Guerra Mundial y los años 70, el pacto socialdemócrata que imperaba en Europa implicaba que el esfuerzo de los jóvenes, en educación y/o trabajo, se veía recompensado. Un cierto ascensor social implicaba un trabajo que permitía programación del futuro, acceso a la vivienda y, finalmente, constitución de nuevas familias.

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Aun con todas las deficiencias existentes, y eran muchas, existía cierta meritocracia: los que más se esforzaban podían aspirar, legítimamente, a mejorar su nivel de vida. Es cierto que los problemas de ese sistema eran, en particular en España, notables. Pero ello daba expectativas de progreso. Y, tratándose de humanos, estarán conmigo que más importante que el nivel absoluto del ingreso lo es la confianza en su aumento futuro.

¿Qué se ofrece hoy a un grupo, muy numeroso, de jóvenes? Bajos niveles salariales, contratación temporal que los sitúa en el paro a poco que la que la situación empeora, y dificultades para articular una carrera profesional que permita obtener una pensión adecuada y construir una familia y un futuro mejor para sus hijos. Y todo ello, en medio de un cambio técnico dramático, que recorta empleo por doquier. 

GLOBALIZACIÓN Y MODIFICACIONES TECNOLÓGICAS

Con estos mimbres, el contrato social intergeneracional, más o menos implícito hasta la crisis 2007-08, ha desaparecido. Y sin este acuerdo no hay que escandalizarse de lo que suceda hoy en Francia o Grecia, y quizá mañana en Italia, Portugal o España. Cierto que una parte no menor de esta situación la han generado choques exteriores, en particular la globalización y las modificaciones tecnológicas. Pero frente a los mismos, lo peor que podemos hacer, y es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, es refugiarnos en nuestra incapacidad. Porque soluciones, las hay. Lo que sucede es que implican un nuevo compromiso social, un renovado reparto de la carga fiscal, con mayor presión sobre las rentas más elevadas y una mejor redistribución del ingreso. 

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Y, en particular, una atención especial a los mecanismos que, desde el gasto público, permitan avanzar hacia la igualdad de oportunidades. Porque lo más sangrante de esta situación, y el ejemplo francés así lo muestra, no es que se origine en la indolencia o la incapacidad de esos jóvenes. Simplemente, son hijos de pobres, procedentes de familias con escaso capital cultural y, por ello, con dificultades insólitas para insertarse en un mundo laboral tan cambiante como exigente.

Cada cierto tiempo, nos llevamos las manos a la cabeza cuando estallan airadas protestas en las ciudades suburbio francesas. Hoy, aquí, esto todavía no sucede. Pero tomen nota de las preferencias que manifiesta una parte, no menor, del joven electorado francés. Si no hay esperanza, uno se agarra a un clavo ardiendo. De aquellos polvos, estos lodos. En Francia y en toda Europa.