Peccata minuta

Polvo eres...

En medio de los desastres que asolan a la condición humana, los doctores de la Iglesia han considerado prioritario qué hacer con las cenizas de los difuntos

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JOAN OLLÉ

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Me confieso fan, y mucho, del señor Jorge Bergoglio, alias Francisco, Papa de Roma. Me parece un milagro que de los labios del jefe del país más reaccionario del planeta, regido por una inapelable teocracia, hayan surgido las palabras más radicalmente humanas escuchadas últimamente hacia los desheredados. Pero no olvidemos que desde los despachos del Vaticano se negocia, sobretodo, con el más allá, basándose en notarios apostólicos (que no siempre están de acuerdo, como apunta Beckett en 'Esperando a Godot' con respecto a los dos ladrones) o en infalibles encíclicas dictadas telepáticamente por Dios al pontífice de turno. Y esta semana, en medio de los desastres que asolan a la condición humana, los doctores de la Iglesia -'qui no té feina, el gat pentina'- han considerado tema prioritario qué hacer con las cenizas de los difuntos, ya que, según ellos, son propiedad de Dios. Bastante hacen ya permitiendo la incineración, a la que tan aficionados eran los Santos Inquisidores.

No, ya no podemos arrojar las cenizas de nuestros familiares ni amigos en alta mar ni enterrarlas en el jardín. «'Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris'». ¿O «... 'pulvis eris et in pulvis reverteris'»? ¿Somos o fuimos polvo? ¿Nacemos de un polvo y nos pasamos la vida hechos polvo para, al final, tener que eternizar el polvo y sus lodos en la caja fuerte de los camposantos y no en un cubo de basura?

JAZZ EN LUGAR DE SALMOS

Confesaré que, al día siguiente de la cremación de mi padre, hijos, sobrinos y amigos fuimos al tanatorio a recoger el pequeño cáliz de madera que contenía algunas de sus cenizas -¿qué hicieron con las otras?- y con ellas nos fuimos a brindar por él en uno de sus bares favoritos. Al entrar la fúnebre comitiva en el local, el dueño preguntó por mi padre, y yo no pude decirle otra cosa que un poquito de él estaba allí. En nuestra íntima ceremonia sustituimos los salmos por el jazz, el vino de misa por el Moët Chandon, el agua bendita por las lágrimas y las lágrimas por las carcajadas de los momentos recordados. Hasta que alguien, en medio de la tragicomedia, sugirió que una manera de tener para siempre al abogado Ollé con nosotros era… comérnoslo. Y así lo hicimos: practicamos un pequeño agujero en la bolsita de plástico que, dentro del copón de madera, envolvía las piedrecitas, tomamos una o dos, no más grandes que un grano de arroz, y así comulgamos.

No sé si este proceder, junto a otros pecados veniales o de muerte conllevará nuestra definitiva condena a las calderas de Pere Botero, o si la infinita misericordia de Dios alcanzará también a los que hemos preferido no refugiarnos en su rocambolesca iglesia e intentar ser buena gente de por libres.