Peret y mis gitanillos hambrientos

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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 Los viejos tenemos estas cosas. Retenemos en nuestra mente algunos pasajes de la vida que nos impactaron. Buenos y malos. Y los periodistas los retenemos con intención ¡vaya que sí! Y, ahora que se ha muerto el 'maestro' de la rumba'maestro' de la rumba, puedo contar el mío, el momento que yo retuve en mi disco duro para contarlo algún día, ¡qué se yo! ¡hoy!, y que, tal vez, entre tanto elogio y memoria, tiene su punto.

De ello hace 40 años, bien, bien. Era la época en la que un montón de barceloneses nos creímos la historia de la calle Tuset. ¿Se acuerdan? Yo solía ir con mis amigos a la 'Cova del drac', donde ahora, como no, hay una camisería. Íbamos de noche a oir jazz o lo que tocasen, y de día a tomar algún que otro aperitivo.

Aquel día, me acuerdo como si fuese hoy, era sábado. Y, claro, aquello estaba, la calle entera, de bote en bote. No cabía un alma y menos, mucho menos, en sus terrazas. Nosotros, como no encontramos sitio, nos metimos dentro. Y, en la mesa de al lado, estaba el 'maestro' Peret con dos gitanas más guapas que guapas, guapísimas. Y ustedes ya saben lo guapas que son las gitanas, cuando son guapas.

De pronto, yo, como sagaz, audaz y prometedor periodista, no vean, descubrí un cierto tumulto en la terracita de la 'Cova del Drac'. Y es que un camarero altivo, estirado, más chulo que guapas las gitanas, estaba empujando, mal empujando, muy empujando, casi agrediendo, a dos niños gitanos que estaban pidiendo algo de comer o algo de limosna.

Yo adivine que no estaban molestando demasiado, pero ya saben ustedes que aquella era una calle demasiado pija, chula, lujosa, como para que a los señores clientes se les molestase con monsergas. Así que el camarero venga a empujarlos y a expulsarlos de la acera lujosa.

Peret, a mis espaldas, pidió disculpas a sus acompañantes, yo retire la silla para que pasase y, con gesto parsimonioso y andar de patriarca, salió fuera, cruzó la calle y, justo en la entrada del parking de Tuset, pilló por el hombro, casi por las orejas, a uno por la patilla, a los dos churumbeles y les pidió que fuesen con él.

Peret llegó a la 'cova' y entró con los niños de la mano. Entre él y yo les hicimos un hueco en nuestras mesas. Los chavales se sentaron y, la verdad, estaban más asustados que felices. El 'maestro', que en ningún segundo perdió la compostura, fue a buscar, discretamente, al susodicho camarero, lo acercó a nuestras mesas y le dijo al oído al hombre, casi susurrando, sin levantar la voz: "Mire, ahora, estos niños van a pedir lo que quieran y usted, caballero, les va a servir como nos sirve a nosotros, sonriendo. Pero, por favor, tráigales todo, todo, lo que pidan".

El festival de patatas fritas, aceitunas y bocadillos de aquellos chavalitos pueden ustedes imaginárselo. Se lo tragaron todo y, un segundo después, besaron a las acompañantes de Peret, le dieron un abrazo de monarca al cantante y nos picaron el ojito a nosotros con una sonrisa impagable.

Les juro que fue un momento maravilloso. Único. Histórico, para mi mente. Por eso lo cuento hoy.

Yo, siempre he tenido presente a Peret en mi cabeza. Por ese gesto. Único.

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