Dos miradas

Otegi

Su puesta en libertad debe significar un paso decisivo para entender el significado profundo de la paz en Euskadi

OTEGI

OTEGI / periodico

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Lo peor que le puede pasar a una ley es que nazca no con el intento de regularizar o de prever o de sancionar conductas genéricas sino con la voluntad de percutir contra alguien en concreto. No una ley bajo cuyo paraguas todo el mundo es igual, sino una ley que deja a la intemperie a todos aquellos que no entrarán bajo la protección de un paraguas hecho expresamente para que no puedan caber ahí, bajo la lluvia inclemente.

Esto es lo que significó la famosa y lamentable Ley de Partidos del 2002, un intento (exitoso, no hace falta decirlo, para sus impulsores) de intervenir, en un debate que debería haber sido solamente político, desde la atalaya de los juzgados y la contundencia de la represión. De aquella ley nació la ilegalización de Batasuna y, años más tarde, y después de muchas prohibiciones más, el golpe contra el intento de reconstruir la organización, ahora con el nombre de Bateragune.

Hoy, con la liberación de Arnaldo Otegi, en la cárcel de Logroño, se cierra (no por prebendas o rectificaciones, sino por un estricto cumplimiento de la pena entonces impuesta, y todavía con militantes encarcelados) aquel episodio tristísimo de la democracia. Que conste que no se cierra por dimisión de la actitud beligerante de los poderes del Estado, sino porque la libertad de Arnaldo Otegi debe significar un paso decisivo para entender el significado profundo de la paz en Euskadi. Sin leyes criminalizadoras, con diálogo y entendimiento político.