MI HERMOSA LAVANDERÍA
Niños en aeropuertos
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
Pasean desconcertados metidos en mochilas imposibles o en cochecitos cargados de bolsas y paquetes y cambiadores de pañales. Los padres agarran los pasaportes de toda la familia, las tarjetas de embarque, las maletas de mano cargadas de libros de pasatiempos y lápices de colores. En el escáner, los encargados de seguridad ven pasar radiografiados los conejitos de peluche, los potitos con comida, los caramelos y los biberones. Siempre hay algún conflicto con los empleados demasiado celosos que retiran el líquido de los biberones, como si la leche de un bebé de cuatro meses pudiera causar algún accidente irreparable. Hay mujeres que arrastran a su prole con cara de resignación y que riñen al hijo mayor por no darle la mano a la hermana, mientras el bebé que llevan en brazos llora con desesperación y los pasajeros de la cola miran hacia otro lado.
Hay niños rubios perfectos con padres no menos perfectos, como recién salidos de un anuncio de Ralph Lauren, que miran el fuselaje de los aviones y adivinan el modelo, el peso, la capacidad y el nombre del arquitecto que diseñó el hangar. Niños que viajan solos, con la documentación cargada al cuello y con aire de estar de vuelta de todo. Niñas que saltan a la comba con despreocupación, ajenas a las voces extrañas que reclaman a los pasajeros de un vuelo a Fráncfort o a personas de nombres impronunciables que llegan tarde al vuelo que parte a Moscú, y que no parece que estén en el aeropuerto sino en el patio de su colegio.
Y bebés de todas las formas y tamaños. Bebés negros, blancos, casi sin pelo, con mucho pelo, recién nacidos... Ojos nuevos que miran el mundo estrenándolo, con la inocencia intacta. Manos diminutas que se agitan buscando el calor de la madre, protección, alivio, consuelo, caricias, cariño. Nunca me parecen tan vulnerables los niños como en los aeropuertos, arrastrados por los padres a un viaje del que nada saben, yendo a lugares desconocidos por rutas más desconocidas aún. A mi lado, un bebé de pocos días mira a su alrededor como si acabara de darse cuenta en este mismo instante de que este es el planeta en el que le ha tocado vivir. No sabe si reír o llorar y está suspendido entre ambas cosas, aunque de momento solo ha aprendido a llorar.
Más allá, dos niñas gemelas de unos 6 años hacen carreras alrededor de los asientos de la sala de espera. Es la primera vez que están en un aeropuerto y la excitación las supera. Entre carrera y carrera, se lanzan a los brazos de sus padres con una batería interminable de preguntas: ¿adónde vamos? ¿Cuándo llegamos? ¿Puedo ir en las alas del avión? ¿Es como la montaña rusa? ¿Veremos pájaros? ¿Nos siguen las nubes? ¿Por qué nos hacen esperar? ¿Cuándo despegamos? ¿Qué es despegar? ¿Ya estamos volando? ¿Cuándo llegamos?
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