MI HERMOSA LAVANDERÍA

Nevada

ISABEL COIXET

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Salí a la calle y me encontré de bruces con el titular de un periódico: Armagedón polar. En el metro no se hablaba de otra cosa. La gente intercambiaba miradas cómplices, como si compartiera un destino irrevocable. Algunos llevaban una pala que acababan de comprar. El alcalde Di Blasio había advertido a la población de que al salir de sus trabajos fueran directamente a casa y que los niños no fueran a la escuela porque el temporal de nieve que se avecinaba iba a ser de aúpa. Existía la posibilidad de cortes de electricidad. El metro no iba a circular aquella noche. En Times Square, todas las inmensas pantallas mostraban imágenes de la nieve que estaba cubriendo Boston y otras partes del país, mientras discretos copos empezaban a caer.

La ciudad estaba poseída por una electricidad distinta: la gente caminaba casi sin tocar el suelo mientras los coches estaban casi siempre varados en el tráfico. Chinatown bullía con mujeres que cargaban bolsas de naranjas y paquetes con pescado. ¿Qué pasaría con todo aquel pescado si había cortes de electricidad y dejaban de funcionar las neveras? ¿Pondría la gente las cosas en la ventana a modo de fresquera? ¿Qué pasaría con los restaurantes? En los supermercados de algunos barrios la gente arrasaba las estanterías, preparándose para días de escasez. A medida que avanzaba el día, la paranoia crecía. Y la nieve apareció, discreta contra un cielo gris plomizo, pero insistente. A mediodía, la ciudad era un caos de tráfico y gente acelerada. Las sirenas no dejaban de sonar. Llegué a la cita con un viejo amigo con 10 minutos de adelanto. El pequeño restaurante donde habíamos quedado estaba vacío, cuando normalmente bulle de actividad. Mi amigo vive fuera de la ciudad y tiene una hora de tren hasta llegar a Manhattan. No tiene móvil, así que no había manera de saber si había podido coger el tren.

Soy es un restaurante japonés que parece la cocina de una casa. De una casa real, con dinosaurios de goma y dibujos infantiles y libros y juguetes desparramados. La comida es básica, pero muy buena: sopa de miso con calabaza, tofu casero preparado de varias a maneras, estofado de carne a la japonesa con zanahorias y patatas, empanadillas de carne, puerros y cilantro fritas (gyozas) y una tarta de queso y té verde que es una delicia. La dueña y cocinera de Soy es una mujer amable y risueña que me trajo una limonada caliente con jengibre para que entrara en calor mientras esperaba a mi amigo. Hablamos de la tormenta de nieve que inexorablemente se cernía sobre la ciudad. Le pregunté si pensaba cerrar por la noche. Me dijo que no pensaba hacerlo, que para ella abrir era una cuestión de ética, que justamente en momentos como aquel es cuando siente que la gente necesita saber que lugares como el suyo están abiertos y la vida sigue. Mi amigo no llegó nunca al restaurante. Había resbalado en la nieve camino de la estación y se había roto el coxis, pero lo supe al día siguiente, cuando la ciudad amaneció blanca, pero sin excesos, porque la tormenta no fue ni la tercera parte de lo que los expertos habían predicho.