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Más grandes que la vida

RAMÓN DE ESPAÑA

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Cuando Arthur Conan Doyle se hartó de Sherlock Holmes y decidió eliminarlo arrojándolo, junto a su archienemigo el profesor Moriarty, por las cataratas suizas de Reichenbach, sus lectores se cogieron un rebote del quince y no pararon hasta conseguir que su héroe resucitara (de forma algo chapucera, todo hay que decirlo, pero eso daba igual). A veces, un autor no puede seguir narrando las andanzas de su héroe porque la diña, y en esos momentos hay que optar por despedirse del personaje adorado o encargarle a alguien vivo que continúe con sus aventuras. Así fue como Sherlock Holmes sobrevivió a Conan Doyle o James Bond a Ian Fleming.

En el mundo del cómic también se da esa circunstancia. Algunos héroes no sobreviven a su creador, como Tintín y Hergé, pero los hay que pasan a otras manos con resultados a menudo dignos: Astérix enterró a Goscinny y Uderzo, y lo mismo hicieron el capitán Blake y el profesor Mortimer con Edgar P. Jacobs. Ahora le ha tocado el turno a Corto Maltés, resucitado por dos autores españoles, el guionista Juan Díaz Canales y el dibujante Rubén Pellejero (Bajo el sol de medianoche). A Pratt le habría parecido estupendo, pues ya dijo en varias ocasiones que no tenía nada en contra de que su héroe le sobreviviera. En una de ellas se lo dijo a quien esto firma, cuando un semanario ya difunto me envió a entrevistarle a su residencia en las montañas suizas, cerca de Ginebra. Fue una tarde deliciosa la que pasé en el jardín de su casa, charlando y tomando algo, mientras Pratt me hablaba de su vida y su obra, ambas igual de interesantes. El hombre hablaba un perfecto argentino -su amor a ese país le hizo añadir una hache a su nombre italiano original, Ugo- e iba soltando perlas mientras me señalaba la vecina mansión de David Bowie o servía una nueva ronda: Si crees que los catalanes sois tacaños es que no conoces a los genoveses; a tu edad, te aburrirías como una ostra en Suiza, pero es un país perfecto para viejos: acuérdate de Borges

El viejo trotamundos había acabado en el país más aburrido del globo, pero emanaba de él una serenidad envidiable: aunque hubiese decidido morir en Suiza, sabía que Corto Maltés no estaba obligado a seguir su ejemplo.

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