El control de los individuos

Los arcanos del poder

El espionaje de los ciudadanos por los estados plantea la necesidad de ejercer una contravigilancia

ALICIA GARCÍA RUIZ

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La  conceptualización de un derecho como el de la seguridad obliga a abrir un serio debate sobre esta noción y sus usos políticos, no siempre destinados a proteger al ciudadano. La extensión de prácticas de vigilancia sin control público que abusan del término seguridad constituye el síntoma de un progresivo déficit democrático que no viene de la nada. Doctrinas jurídicas y conceptos geopolíticos, ensayados en regímenes caracterizados por la suspensión de la legalidad, han sido su sustrato.

La gestión inmediata de la crisis no parece pasar en los próximos años por una satisfacción de las necesidades de amplios colectivos sociales sino por la represión de su malestar. Hace ya décadas, teóricos como Huntington lanzaron la idea de que una sobrecarga de demandas por parte de una población culta y politizada sería disfuncional para la gobernabilidad de las democracias contemporáneas. Ahora bien, esta afirmación parece pensada para sociedades que tienden a la concentración de riqueza, la expansión de la desigualdad social y la agudización del conflicto social, esto es, sociedades esencialmente antidemocráticas.

¿Acaso es un retrato de las nuestras? Por un lado, la capacidad colectiva de relación social retrocede ante una desmovilización de carácter individualista y utilitario, ensimismada en la privacidad y reforzada por dinámicas sociales de temor. Se trata de una cadena de desimplicación favorecida por un aislamiento generalizado, donde emergen patologías propias de la constelación del miedo: soledad, fobia social, estrés. Estaríamos ante la paradoja de una sociedad de individuos y solo de individuos que experimentan el encuentro con los otros como amenaza potencial. Individuos vulnerables que habitarían un espacio social conceptualizado mediante algoritmos de riesgo que se calculan y gestionan.

Por otro lado, el paradigma absolutista es aquel en el que el pacto de gobierno supone la cesión total de derechos a favor de un poder monolítico. Un poder por encima de la ley, que protege a individuos aislados y temerosos de una agresión mutua y que ejerce la fuerza sin rendir cuenta ante instancia alguna. Este paradigma podría estar retornando a la vida social con una fuerza renovada, parasitando el discurso de los derechos individuales y prevaricando la razón de Estado. Regresaría así la antigua doctrina de los arcana imperii (secretos de Estado), contrapuesta a la perspectiva moderna del poder político entendido como algo que ha de ser ejercido con la mayor visibilidad (Kant). Como señala Norberto Bobbio, el arcanum o secreto siempre ha sido un instrumento esencial del poder, si bien con la nota fundamental de que en un Estado de derecho está legitimado solo en los casos excepcionales previstos por la ley.

Esta excepcionalidad se está convirtiendo en regla. El mismo Bobbio advertía en 1978 de que la informática «permite y permitirá que los detentadores del poder vean al público bastante mejor que en los estados del pasado. Lo que el nuevo Príncipe puede llegar a conocer de sus propios subordinados es incomparablemente superior a lo que conocía el monarca más absoluto del pasado». Frente al discurso de la crisis como nuevo pacto social, parece que más bien asistimos a la naturalización cotidiana de diferentes prácticas de uso de la fuerza y de vigilancia poco democráticas, que abarcan desde la tecnología cotidiana hasta la posible consagración legislativa de diversas formas de represión en aras del mantenimiento del orden público.

 

 

Vale la pena pensar sobre estas líneas el debate actual sobre el espionaje masivo, así como, en relación con ello, algunas de las futuras reformas del Código Penal en España y la actuación de ciertos integrantes de las fuerzas de seguridad. España es uno de los países europeos con menor tasa de delincuencia, si bien padece implacable un proceso de empobrecimiento y desigualdad social. El viraje conceptual hacia la tipificación de nuevos delitos como la difusión de contenidos políticos y convocatorias de movilización en redes sociales guarda un inquietante paralelismo con las nuevas formas de activismo, hecho que nos debería poner en guardia. Porque sin los debidos controles judiciales e institucionales, o sin el ejercicio de la división de poderes de la que emanan las garantías constitucionales y que obligan a dar cuenta de cualquier uso de la fuerza con carácter gubernamental, se podría estar dando lugar a la inversión de la democracia en nombre de la democracia misma. La vieja pregunta de Juvenal «quis custodiet ipsos custodes?» («¿quién guarda a los guardianes mismos?») regresa para incitarnos a reclamar y ejercer una contravigilancia sobre los crecientes poderes de quienes nos vigilan.