Al contrataque

Doble rasero con Rusia

OLGA MERINO

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El domingo telefoneé a mi buen amigo Yuri, quien  estaba esperando invitados para celebrar la Pascua ortodoxa. En Rusia es fiesta grande, e incluso podría decirse que en el acervo cultural pesa más la resurrección que la natividad. Mientras se escuchaba cacharrear en la cocina, charlamos un buen rato a la salud de Movistar. Primero, de lo pequeño, lo que de verdad importa -la familia, el dulce solapamiento de los años, los sueños que todavía uno se atreve a enhebrar a contrapelo-. Luego, de lo supuestamente grande, de lo que viene cociéndose en Ucrania y en su país. Y salió a la conversación el hartazgo que produce el doble rasero que emplean EEUU y el perro faldero de Europa.

Bien es cierto que a Vladímir Putin le gusta la diplomacia chulesca y lucir pectorales a la que puede, pero a menudo también se silencian los agravios que viene sufriendo Rusia desde el desplome de la Unión Soviética. Por ejemplo, la ampliación ad infinitum de la OTAN, cuando se supone que la guerra fría ya es solo decorado para las películas de espías. O el aplauso que han recibido de Occidente cuantas revoluciones multicolor se han desatado en su cancela, sin reparar en su esencia. ¿Acaso son demócratas angelicales quienes han protagonizado la revolución de Maidán? A los de Kiev se les glorifica, mientras que a los prorrusos de Crimea se les tilda de terroristas.

Occidente respalda el nuevo régimen ucranio, aun cuando el Gobierno interino defiende idénticos  valores que el anterior: el liberalismo económico y el enriquecimiento personal. Lo que se dirime allí no es otra cosa que un trueque de cromos, el cambio de una oligarquía por otra, cuando lo prioritario debería ser que Ucrania permaneciese unida, como bisagra eterna entre Europa y el Este, y orquestar la lucha conjunta contra la corrupción de las élites.

Los anteojos de Chéjov

Lo que sucede en Crimea, una muestra más de la estupidez humana, invita a pensar en Chéjov, tal vez porque pasó los últimos años de su vida en el clima benigno de esa península a orillas del mar Negro. Nadie como Chéjov, el más ruso de los escritores rusos, supo desbrozar lo que de verdad importa en la vida, quizá porque fue muy consciente de la sombra de la muerte, como médico y  por la tuberculosis que acabó con él.

En Crimea escribió y ambientó el cuento La dama del perrito, que como todo en él invita a tomar distancia, a ir más allá: «Las hojas estaban quietas en las ramas, se oía el chirrido de las cigarras; el ruido sordo y monótono del mar, que llegaba desde abajo, hablaba de sosiego, del sueño eterno que nos espera. (…) Todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana». Qué grande Antón Pávlovich y cuánta sabiduría en sus anteojos de miope.