La rueda

De montes, campos e imaginarios

RAMON FOLCH

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«Anem a la muntanya, que ara ve el bon temps...»: conocidos versos de la letra que Joan Maragall escribió en 1906 para la sardana Per tu ploro, compuesta por Pep Ventura años antes. Salir a campo abierto era anar a la muntanya para los barceloneses de antaño. Josep Maria de Sagarra, en su Romanç de Santa Llúcia, musicado por Eduard Toldrà, puso también de manifiesto esa forma urbana de ver la ruralidad: «Anem tots dos a la fira, amiga anem-hi de jorn, que una mica de muntanya alegri nostra tristor».

He heredado esta manera de mirar. En mi niñez, nada complacía más a mi familia que anar a la muntanya. En realidad, raramente íbamos al monte. Solíamos ir a lugares con masías, huertos y algún bosquecillo amable. A eso, en castellano, se le llama ir al campo. Exactamente: salíamos a ver campos, sembrados y pinares. ¿Por qué los españoles van al campo y los catalanes a la muntanya? Tal vez se trate de un mero recurso lingüístico, pero creo que no. Me parece que es la expresión de dos imaginarios territoriales diferentes. Un imaginario castellano de un mar infinito de trigales y de pastos, opuesto a un imaginario catalán hecho de ondulantes mosaicos variopintos con montes al fondo. En efecto, se vaya al monte o no, siempre hay montañas en el paisaje catalán. Así que, a la postre, sí que íbamos a la muntanya, aunque solo fuese con la mirada.

Todo ello explica muchas cosas. El palmo cuadrado frente a la hectárea, por ejemplo. También nuestro sentido del espacio y la inclinación al ahorro hasta el exceso, porque la llanura fértil escasea en nuestro montuoso país accidentado. También explica el gusto por la escala corta, nada proclive a declamaciones épicas. Explica una manera de estar en el mundo, con diversidades, matices y tolerancias. Una manera buena para vivir, mala para imperar. Me suena de algo...