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Cuando la mentira hace clic

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DAVID TRUEBA

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 Aún recuerdo el día en que aprendí a mentir. Yo era un niño feliz y rubio al que la gente por la calle le tocaba la cabeza por ese gusto que da el cabello liso y dorado. Aficionado a hablar, pasaba horas en casa escuchando la radio y yendo al mercado con mi madre, por lo tanto al volver mis hermanos del colegio, me dedicaba a informarles de todo lo que había sucedido en la jornada. Yo era algo así como Twitter antes de que se inventara el teléfono móvil, una especie de agencia de noticias que regalaba titulares a diestro y siniestro. Alguno de mis hermanos recuerda la impresión de llegar a casa al mediodía y escucharme contar el parte médico de la tromboflebitis de Franco con detalles muy especializados, en parte porque mi hermano mayor era cirujano y yo estaba familiarizado con la jerga de su profesión. El primer día que aprendí lo importante que es mentir fue por mi padre, que había robado unas uralitas de una obra y se burló de mí y me echó la bronca porque yo le había confesado con toda naturalidad a un albañil, que preguntó por la desaparición del material a mi grupo de chavales amigos, que era mi padre quien se había llevado las dos piezas para hacer una leñera en casa.

Inmediatamente transformé mi modo de actuar. En cualquier situación, la mentira era el primer recurso. Negarlo todo. Por suerte, unos años después me di cuenta del error y comencé a hacer un esfuerzo por recuperar la decencia del niño que fui. Supongo que esta anécdota sin interés le ha sucedido a todo el mundo de formas muy diversas. Pero he vuelto a acordarme de ella en la tormenta de corrupción política que nos invade. Escuché a Esperanza Aguirre correr a negar que conocía a los alcaldes imputados en la trama de Granados, pero al día siguiente decir que, bueno, los conocía, pero no era amiga íntima, pese a que había participado en su nombramiento. También el presidente extremeño Monago corrió a negar que los viajes de placer que había hecho a Canarias los había pagado con su dinero del Senado, pero al día siguiente prometió devolver las cantidades. No son casos relevantes, pero en ambos funcionó ese delirio infantil de creer que la mentira es el mejor escudo de protección, el primer recurso para salir de un apuro.

Es un mecanismo basado en que cuando estalla un problema o una denuncia algo en tu cabeza hace clic y recurre a la mentira como el cuerpo recurre a la posición fetal cuando sufre un dolor inaguantable. Son recuerdos de infancia, son usos de la experiencia vital. La mentira resulta ser un compañero horrible de viaje y es imprescindible detectar el instante en que se ofrece como tu aliada para sacarla a patadas de tu agenda de recursos de urgencia. Estos políticos han dado un ejemplo, pero las ocasiones en que sucede algo parecido son muchas y variadas. Se supone que en el entorno social, el uso masivo de la mentira en nuestra vida pública acrecienta esta tendencia, por eso es bueno tratar de ser ejemplarizantes con estos casos. Mentir tiene que acarrear consecuencias, para que nadie, en otro rincón del país, lo perciba como una forma de solución. Es bueno que el recurso de mentir esté, dentro de uno mismo, a la cola de todas las opciones para salir de un lío.