Las repercusiones de la recesión

La crisis y nuestros abuelos

Los más pesimistas creen que la recuperación de los valores y actitudes olvidados será solo temporal

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MARÇAL Sintes

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Por supuesto que no podemos alegrarnos de ningún modo de encontrarnos inmersos en una crisis económica descomunal. En las crisis hay gente, mucha gente, que lo pasa mal, que sufre. Y los que no se ven afectados directamente, la viven a través de la experiencia de parientes y amigos y al participar del clima social creado por las malas noticias y las malas perspectivas. Pero la amplitud y profundidad de esta crisis me hace pensar que la situación acabará afectando positivamente a determinados elementos culturales y psicológicos. Acaso modelará los valores y las actitudes, en el sentido de que probablemente el abanico predominante de estos resortes no será, al menos durante un tiempo, el de antes de que comenzara el descalabro.

Hagamos un esfuerzo y trasladémonos a los días de vino y rosas, el decenio anterior a la crisis. La economía galopaba. La sensación reinante era que cada día que pasaba íbamos a más. Los bancos nos ofrecían todo tipo de facilidades para comprar inmuebles, coches, ir de vacaciones al otro lado del Atlántico o para lo que fuera. El dinero corría. Los que poseían una vivienda adquirían otra, o dos más. Todo a base de préstamos. Y no solo eso, también comprábamos un 4x4 más potente que el del vecino, aunque el sueldo del vecino doblara el nuestro. Quien no había cenado en un restaurante de la guía Michelin era poco menos que un tacaño. Nos gastábamos los ingresos presentes y futuros porque estábamos convencidos no solo de que los tendríamos, sino de que cada vez serían más altos.

El pudor se guardó en el cuarto de los trastos. Lo que tocaba era disfrutar. ¿Lo quieres? Lo tienes. Si gastabas mucho, eras admirable. Si tenías una casa más o un coche de 60.000 o 100.000 euros, también. De vivir endeudado se hacía risueña ostentación.

Ese globo púrpura resplandeciente estalló. Y nos hemos dado cuenta de que aquella era una vida regalada, y que no volverá. Nos hemos despertado y tenemos resaca. Ahora hay que cuidar el coche para que nos dure, hay que intentar alquilar o malvender el piso que compramos para invertir, hay que hilar fino en los gastos, y las vacaciones, si podemos hacerlas, en el Pirineo o en la Costa Dorada.

El canto de las sirenas de la abundancia logró alterar nuestra percepción hasta la irresponsabilidad, individual y colectiva. Tanto fue así que se acabaron enterrando toda una serie de viejos valores y formas de actuar, los de nuestros abuelos. Unos valores y unas actitudes forjadas en buena parte a base de los crueles golpes de mazo de la guerra civil y el primer franquismo. En aquellos años, mi padre y su madre -el abuelo estaba en la cárcel por republicano-, como tantas otras familias, las pasaron muy canutas. Al niño los zapatos se los confeccionaban como favor los compañeros zapateros del padre ausente. Ella iba a coser por las casas con una máquina que tenía que cargar arriba y abajo. Naturalmente, en aquella época todo el mundo fregaba el trozo de acera de delante de casa. Nadie imaginaba que un día se encargaría el ayuntamiento, menos aún soñaba que la Administración le ayudaría a torear sus problemas ni a mejorar su existencia.

Estas y otras cosas me vinieron a la cabeza cuando surgió el movimiento de los llamados indignados. No quisiera que se me interpretase mal, pero diría que las acampadas y las manifestaciones fueron, al menos en parte, una reacción malhumorada ante la evidencia de que el globo púrpura había reventado, y que los días de vino y rosas se han acabado por mucho tiempo. Una pataleta producida por la constatación de que ya nada va a ser como antes. No en vano mezclada con la protesta encontramos la exigencia a los poderes públicos para que arreglen lo que se ha estropeado. El movimiento de los indignados expresa el cabreo, por otro lado lógico, porque el presente y el futuro han dejado de ser lo que eran.

Volvamos al principio. ¿La crisis cambiará nuestras actitudes y avivará unos valores que habían sido barridos hasta que todo se fue al traste? ¿Tomarán ahora empuje valores y actitudes como el del esfuerzo, la responsabilidad personal, el sentido del deber, la austeridad o el coraje ante la adversidad? Un buen amigo a quien traslado mis dudas me responde que sí, que, en efecto, las cosas cambiarán, pero que no me haga ilusiones porque será solo temporalmente, y que cuando vuelva a salir el sol la gente volverá a hacer de las suyas, volveremos a pasar de hormigas a cigarras, pues los pueblos latinos no tenemos remedio.

Quizá tiene razón y solo nos convertimos en buenos muchachos a la fuerza. Durante el tiempo imprescindible, cuando no hay alternativa. Y a pesar de queJosep Guardiolainsista en la bondad de algunas de las cosas que solían decir nuestros abuelos, como hizo al recibir la Medalla de Honor del Parlament: «Cuando pierdes es tu responsabilidad», «yo solo quiero hacer mi oficio lo mejor posible», «y no olvidéis nunca que si nos levantamos bien temprano, pero temprano, muy temprano, y no hay reproches ni excusas y nos ponemos a currar, somos un país imparable». Periodista y profesor de la URL.