Ciento y pico

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ISABEL COIXET

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Una vez me leyeron las cartas del tarot y la tarotista me predijo una larga vida: me aseguró que pasaría de los 100 años. Tambien me predijo otras cosas absurdas, que gracias a Dios no se han cumplido (aunque otras sí se cumplieron al pie de la letra) pero lo cierto es que la idea que llegaría a centenaria se fijó en mi mente y, desde entones, vivo con ella como uno convive con un realquilado inusitadamente discreto. Hace poco asistí al cumpleaños de una centenaria y pude comprobar personalmente que se puede llegar a esa edad con sentido del humor, dulzura, salud (salvo dolencias que tampoco no son tan ajenas a los mas jóvenes) y hasta alegría. Cuando le pregunté por su memoria, me dijo que nunca había sido especialmente buena, lo que para ella era una de las claves de haber llegado a tan avanzada edad: nunca había sentido rencor, no por una naturaleza especialmente bondadosa, sino porque sencillamente no se acordaba de las malas pasadas que le había jugado la vida. Dicho esto, se tomó una copa de cava y pidió otra con la desenvoltura y el aplomo de una chica de 18 años.

Acaban de morir con pocas horas de diferencia, una en Japón y otra en Uzbekistán, las dos mujeres más ancianas del mundo: Misao Okawa Tuti Yusupova. La japonesa falleció a los 117 años y la uzbeka a los 134 (aunque no se han hallado pruebas de que esa fuera realmente su edad, ya que hay informaciones que afirman que tenía 133 mientras otras apuntan los 135). Tuti Yusupova fue descubierta hace poco por las autoridades uzbekas, que preparaban un informe sobre los centenarios del país para hacerles un homenaje en el aniversario de la independencia del país. Dejó a su muerte más de cien descendientes y una vida laboral de una dureza extrema: empezó a trabajar a los 8 años en la granja de sus padres y siguió trabajando en la construcción de canales de irrigación hasta casi los 75, mientras criaba a sus siete hijos. Le gustaba mucho la televisión, aunque hacía años que estaba completamente sorda, y atribuía su longevidad al trabajo duro y a que siempre había sido tremendamente servicial.

En su último cumpleaños, la japonesa Misao Okawa, ataviada con un quimono rosa y una flor roja en el pelo, afirmaba sentirse muy feliz y con grandes deseos de permanecer en el mundo para seguir comiendo ramen y arenques ahumados, su comida favorita. Había caminado por sí misma hasta los 110 años y tenía un hijo de 92 que goza de excelente salud. Cuando los periodistas japoneses le preguntaron cuál era el secreto de su larga vida, Okawa afirmó sin dudar: "La verdad es que no tengo ni idea. Quizás es que siempre he tenido mucho apetito, pero no podría jurárselo". Días después, paulatinamente empezó a perder su apetito y falleció plácidamente mientras dormía.