Sacudida en el Vaticano

El 'caso Charamsa' y los curas gais

La Iglesia no debe revisar sus normas por márketing, pero no puede ser intransigente ni inmovilista

MARÇAL SINTES

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

A principios de mes, Krzysztof Charamsa salió del armario. El sacerdote polaco trabajaba en el dicasterio de la Doctrina de la Fe (sucesor del antiguo Santo Oficio). Sus declaraciones a Il Corriere della Sera y luego a muchos otros medios de comunicación levantaron una enorme polvareda. Lanzaba su bomba justo antes de que se iniciara el Sínodo Ordinario de Obispos para la Familia, impulsado por el papa Francisco, coincidencia que, naturalmente, no sentó nada bien en el Vaticano.

Sin duda los motivos de Charamsa son tan de índole personal como general. Así, declaró que tiene pareja y sentirse liberado, capaz de ser mejor cura después de dar a conocer públicamente su homosexualidad. Pero también hay motivos de otro orden; si no, no se entendería que hubiera elegido el diario italiano de mayor difusión ni tampoco la víspera del Sínodo. Sin duda pretendía provocar un debate, en el seno de la Iglesia y en la sociedad, sobre la cuestión.

Es de esto último sobre lo que querría hablar.

La Iglesia, además de apartar al religioso del dicasterio y no permitirle continuar como cura, podría responder de forma sencilla pero inapelable. Podría responder que, cuando se ordenó, el sacerdote polaco sabía perfectamente cuáles son las reglas que rigen en el club al que se apuntaba. Y podría añadir que no tiene ningún sentido que los que no forman parte del club critiquen sus reglas y que, en consecuencia, la sociedad exterior no está legitimada para presionar a la Iglesia en favor de los gais o, por ejemplo, del matrimonio de los clérigos o de la igualdad de la mujer.

Pero la Iglesia ha proclamado, y proclama -en estos momentos con mucho énfasis-, que desea dialogar con la sociedad. Este diálogo pasa por escuchar. Entiendo, en este contexto, que tal ejercicio de escucha es necesario que se centre en cuestiones fundamentales, profundas, no formales ni anecdóticas. No estamos hablando, por ejemplo, de los bordados que debieran tener las casullas cardenalicias, y perdonen el ejemplo.

SINTONIZAR ANHELOS

Hace mucho que, desde fuera pero también desde dentro, se subraya que, ante la laicización creciente de muchas sociedades, la Iglesia debe esforzarse en sintonizar con los anhelos y las preocupaciones de los hombres y las mujeres reales, de hoy, del siglo XXI. Debe conectar si quiere llevar a cabo eficazmente su misión. Esto no significa, claro, que las autoridades eclesiales tengan que aceptar e incorporar mecánica e indiscriminadamente cualquier demanda de cambio que la sociedad le lance. Discrepo, por tanto, de los que piensan que la Iglesia debe parecerse a la sociedad en todo y para todo. La Iglesia y la doctrina no son un coche ni un detergente. No son un producto o un servicio que, siguiendo la regla principal del márketing, deba someterse constantemente a los cambios que se puedan dar, y que se dan como quien dice a diario, en la demanda real o potencial, esto es, en los creyentes de hoy o de mañana.

Pero ha de dialogar, y discutir, con la sociedad. Especialmente sobre aquellas cuestiones que, como la homosexualidad, afectan directamente a la identidad de las personas, a su libertad, a la posibilidad de sentirse bien consigo mismas. Como afectan a las personas, también afectan a un gran colectivo de individuos; y en primer lugar, por descontado, a los religiosos gais que viven en secreto su orientación sexual, y que sufren un gran malestar psicológico.

Retomando el asunto de la relación con la sociedad del siglo XXI, la Iglesia debería ser capaz de llevar a cabo el ejercicio ciertamente nada fácil (entiendo que el Sínodo para la Familia contiene esa intención) de discernir qué es lo esencial desde el punto de vista de la fe, lo que integra el núcleo central del mensaje cristiano, y lo que en realidad no lo es. Expresado de forma diferente: ¿cuáles son aquellos aspectos reformables, canjeables, adaptables a la sensibilidad social mayoritaria y cuáles son, han de ser, incontestables?

La Iglesia -que cuenta hoy con un Papa perfectamente capaz de acompañar este esfuerzo- deberá adentrarse en esta compleja reflexión, muy atenta a no caer en la tentación marketiniana, pero, al mismo tiempo, evitando la intransigencia y el inmovilismo.

Cuestiones como la que ha planteado Krzysztof Charamsa, y otras similares, causan un gran dolor a muchos religiosos y creyentes. Es un asunto, el de la orientación sexual, que, además, no creo -y hablo ignorando los laberintos de la teología- que forme parte del tronco irrenunciable de las enseñanzas de Jesucristo, ni que estorbe a la misión de la Iglesia. Una misión que tiene -así lo entiendo- entre sus pilares más definitorios el valor precioso del amor y el deber de estar incondicionalmente al lado de los que sufren.