ANÁLISIS

El Barça heterodoxo

ANTONIO BIGATÁ

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las últimas y difíciles y meritorias victorias del Barça han sembrado sensación agridulce. El juego de conjunto no luce pese a que los jugadores están creciendo en rendimiento individual, luchan como nunca y ganan. La mayoría de la crítica mediática minusvalora las victorias, arremete contra una supuesta ausencia de modelo de juego y siembra pesimismo. Estos periodistas tienen una inmensa duda de fe respecto a Luis Enrique. Les duele su falta de ortodoxia respecto al fútbol que hizo el Barça en los recientes años triunfales. Proyectan su  nostalgia hacia el futuro (como si eso sirviese para algo). Les embarga un espeso y silencioso miedo a lo que hacen -más clásico, más ordenado-  las dos grandes referencias que para bien o para mal llevan pegadas al alma: el Bayern de Guardiola y el Madrid de Cristiano.

Creo que es pronto para defender a Luis Enrique, pero también lo es para atacarle. Aún no sabemos si lleva al Barça a alguna parte, pero está claro que intenta rentabilizar al máximo los hombres que tiene. Desconocemos aún si efectúa continuos experimentos en busca de un nuevo patrón de juego o si ya hemos entrado en una etapa en la que, por el contrario, el patrón es que cada partido tiene su táctica específica. ¿Qué es eso? Pues que para cada partido propone un conjunto discontinuo de maneras de jugar en función de cómo actúe el rival y de cómo marche el marcador. A casi todos los profesionales de la crítica, quizá sabios o quizá demasiado conservadores en su adoración por el guardiolismo ilustrado, eso les desorienta. Pero lo cierto es que a los rivales del Barça también, porque ya no se enfrentan a unos esquemas previsibles que habían aprendido a contrarrestar. Por esa vía, aunque haya sido con mil apuros, los blaugranas han hecho bajar la cabeza a equipos de magnitud como el París SG y el Valencia.

Una mesa con papelitos

Imagino la mesa de trabajo de Luis Enrique con dos papelitos amarillos con anotaciones condicionadoras. Una: la aspiración general a que alinee a los tres megadelanteros (Messi, Neymar y Suárez) juntos. Dos: la evidencia de que eso, como sólo pueden alinearse 11, no es compatible con el nutrido centro del campo tradicional que podría formarse con Xavi, Iniesta, Busquets, el Rakitic que ha sustituido a Cesc, y los apoyos de Pedro y Rafinha; y tampoco es compatible con las defensas convencionales de cuatro hombres, dos centrales y dos laterales.

En esa mesa intuyo asimismo otros dos papelitos, quizá verdes, con deducciones del técnico: la solidez que puede proporcionar que detrás de los tres delanteros fijos se levante una barrera defensiva pero con capacidad de impulso como la que levantan juntos Busquets y Mascherano; continuar exprimiendo a Xavi, y abrirse a la posibilidad de jugar algunos encuentros sin laterales y con tres o cuatro centrales. El factor clave para todo ello es multiplicar la polivalencia de los jugadores. Una anotación en papel más grande, quizá rojo, recoge la necesidad de aprovechar al máximo la resurrección de Messi dando continuidad a la libertad de movimiento y a la máxima jerarquía sobre el campo que ya le proporcionó Guardiola.

También podemos deducir, por todo lo visto, otras ideas heterodoxas de Luis Enrique: dividir los partidos en dos fases, una dedicada al desgaste del adversario y otra a desbordarle, y no jugar siempre esas dos partes diferenciadas con los mismos hombres, lo que abre una nueva filosofía de sustituciones.

Muchos rechazan esta hipótesis de desorden ordenado porque creen que lo que vemos en los partidos del Barça responde al azar, a la improvisación y al empuje intuitivo y discontinuo de unos excelentes futbolistas. Es posible que tengan razón, pero tenemos toda la temporada para ver cómo evolucionan las cosas y comprobarlo. O desmentirlo. Se impone la prudencia. Pero hay que dejar que el Barça pueda buscar y encontrar con tranquilidad de espíritu su fórmula de recambio respecto a lo irrepetible de hace pocos años.