Dos miradas

Amikhai

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Como escribía Emma Riverola, las imágenes de los habitantes de Sderot, judíos que contemplaban la devastación y el aniquilamiento de los palestinos como quien va de verbena, forman parte de la «perversa psicología» que descalifica cualquier superioridad moral que pudiera amparar las acciones bélicas israelís. No hablamos de acciones y reacciones, de defensas del territorio y del derecho a mantener la vigencia de un Estado que, no lo olvidemos, fue posible justamente por las actividades terroristas de quienes luego fueron sus dirigentes, aceptados por la comunidad internacional debido a la culpa que Europa arrastraba desde la ignominia del nazismo. Hablamos de placer en el castigo, de otra banalidad y otro mal, observados desde la euforia festiva de una tarde de verano.

Si se plantea en estos términos -y, en muy buena parte, son los que dominan en esta tierra áspera de odios profundos- el problema no tiene solución, porque el otro no es contemplado sino como alguien a quien hay que destruir y devorar, tal y como explica -los protagonistas son unos animales- la antigua canción infantil Jad Gadiá, la «máquina horrenda» que cita Yehuda Amikhai en un poema en el que un pastor árabe busca a una cabra perdida y un padre judío busca a su hijo. Solo quieren que no entren en la espiral del dolor y la violencia imparables. Cuando los encuentran, «entre las matas», recuperan la voz perdida en un valle que compartían y que era testigo de su desazón.