En honor de Valle-Inclán

El TNC acoge una necesaria recuperación de las 'Comedias bárbaras'

Rebeca Matellán (Sabelita), en una escena de 'Montenegro', un montaje del Centro Dramático Nacional.

Rebeca Matellán (Sabelita), en una escena de 'Montenegro', un montaje del Centro Dramático Nacional.

JOSÉ CARLOS SORRIBES / BARCELONA

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Tras una festiva inauguración de curso con zarzuela catalana, Xavier Albertí ha abierto las puertas del TNC al Centro Dramático Nacional (CDN) con una versión condensada y libre en su desarrollo de la trilogía de las Comedias bárbaras de Valle-Inclán, bajo el título de Montenegro. Lejanas las versiones de José Carlos Plaza (1991) y de Bigas Luna (2003), en su debut teatral, resulta oportuna esta recuperación de Ernesto Caballero, estrenada la pasada temporada en el CDN, y que se verá hasta el domingo en la Sala Gran.

Antes que nada hay que aplaudir la puesta en escena, más allá de Luces de bohemia, del teatro de Valle-Inclán, armado con su verbo sustancial y vigoroso; un placer en su lectura y escucha. Caballero ha aglutinado Águila de blasón, Romance de lobos Cara de Plata alrededor del patriarca Juan Manuel Montenegro, el señor feudal gallego cuyo auge y caída definen las dos horas y media de representación. El director del CDN usa con acierto el recurso del flashback para el viaje expiatorio del tirano. Sucede cuando su esposa muere y él también afronta sus últimos días, amargado por el sentimiento de culpa respecto a doña María, traicionada por su marido de forma reiterada, por sus tropelías pasadas y por la traición filial. Todo un símbolo de final de un mundo bárbaro y de irrupción de una nueva era no menos salvaje, como recuerda la frase que cierra la obra: «¡Malditos estamos! Y metidos en un pleito para veinte años».

ELENCO IRREGULAR / Un personaje de la enjundia de Montenegro precisa de un actor de rango. Ramón Barea, Premio Nacional de Teatro del 2013, asume el reto con solemnidad en un trabajo soberbio cuando el cacique muestra su cara brutal y  también cuando es más humano en su ocaso. Barea ejerce de puntal indiscutible de un irregular y amplio elenco.

En una escenografía tenebrosa marcada por un gran puente gallego, Montenegro se deja ver con fluidez hasta un moroso epílogo místico, en el que se podían haber recortado escenas como la del saqueo de la tumba de doña María. A su favor juegan imágenes poderosas y de carga expresionista y un lustroso juego coreográfico en el que los intérpretes igual son animales que simulan la estructura del barco en el que regresa Montenegro a Flavia Longa. Son algunos puntos fuertes de una puesta en escena clásica, sin estridencias modernas, en la que la música peca de  reiterativa banda sonora.