Ideas

Echarme unas risas

ÓSCAR
LÓPEZ

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Echo de menos reírme. Partirme el pecho con una novela, como cuando leí por primera vez La tournée de Dios de Jardiel Poncela, El misterio de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza o Lo mejor que le puede pasar a un cruasán de Pablo Tusset. Y culpo de ello al sector editorial español y a todo el aparato crítico que lo rodea. A los primeros por desconfiar de su posible éxito comercial, y a los segundos por perdonarle la vida a los que lo intentan, salvando solo a aquellos que apuestan por el humor inteligente.

Cómo envidio a los lectores anglosajones y germánicos. Y sé que los unos diferencian el talento de David Lodge, Tom Sharpe y compañía frente a las payasadas de Bridget Jones. Y que los otros ponen a un lado de la balanza el humor intelectual de Günter Grass y en el otro el de David Safier y Timur Vermes. Pero como me comentaba el otro día Fernando Aramburu, ganador del último Biblioteca Breve precisamente con una novela de humor, en Alemania, su país de residencia, un monologuista llena un estadio de fútbol y los lectores pagan para entrar en una librería y escuchar la lectura de este tipo de relatos.

Por eso me sorprende que algunos escritores sigan pidiendo perdón por publicar historias divertidas cuando es sabido que cuesta más arrancar una sonrisa que una lágrima. Y si no, que se lo pregunten a los que aquí lo intentan con relatos descaradamente desternillantes o historias de humor absurdo y melancólico. Como Manuel Vilas, Marta Sanz, Sergi Pàmies, Fernando Iwasaki, Quim Monzó, Juan Bas o mi admirado Antonio Orejudo, que se ha hartado de recordarnos cómo una tradición literaria tan gamberra y sarcástica como la nuestra se ha convertido, salvo excepciones, en una tradición alicaída y sombría. ¿O ya nos hemos olvidado del LazarilloQuevedo o el mismísimo Quijote?

Pues bien, todo esto viene a cuento porque el otro día mi hijo, que es estudiante de ESO, hizo un trabajo sobre La metamorfosis de Kafka, y llegamos a la conclusión de que era una magnífica novela de humor. De lo contrario, no habría lector que no tuviera ganas de aplastar de un pisotón al pobre Gregor Samsa.