ANÁLISIS
Muchacha inmarcesible
DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
Profesor de literatura española en la UPF
Pero qué bien dado el Cervantes de 2010. Va a parar a una escritora, Ana María Matute, que es a la vez una niña prodigio. Y no porque a los cinco años ya escribiera sus cuentos, sino porque aquella niña fantasiosa y llena de sombrías arquitecturas interiores sigue escribiendo aún hoy instalada dentro de una mujer de 85 años. Habitada por una versión soñadora, audaz y también trágica de sí misma, Ana María Matute ha ido regulando las imaginaciones de aquella muchacha, dejándola librarse, en los últimos 30 años, a la construcción de una Edad Media, la de Olvidado Rey Gudú (1997) y Aranmanoth (2000), que es solo un escenario distinto para volver a los asuntos de los que nunca ha dejado de hablar: la incomunicación, la soledad del proscrito o diferente, el refugio de la fantasía, el desvalimiento de la niñez, los choques y brechas familiares, la crueldad (sobre todo) y la bondad (como residuo). Y presidiendo ese universo crepitante, tierno y desolador, la eterna pugna entre el bien y el mal, el tema que recorre como un río subterráneo de aguas oscuras toda su obra.
Apareció Ana María Matute de un modo fulgurante, primero como finalista del Nadal en 1948 y luego arramblando con todos los premios prestigiosos en los años cincuenta: en 1952 el Café Gijón (Fiesta al Nordeste), en 1954 el Planeta (Pequeño teatro), en 1958 el de la Crítica por Los hijos muertos, que también fue premio Nacional, y en 1959, ahora sí, el Nadal con Primera memoria, una de sus mejores novelas y primera de la trilogía Los mercaderes. Pocos despegues literarios con tal reconocimiento.
Vinieron libros de cuentos, como los sobrecogedores Los niños tontos (1956) o Historias de Artámila (1961) y una abundante literatura infantil (con maravillas como El polizón de Ulises). La niña siguió dando forma narrativa a su evasiones a menudo amargas, mientras a la mujer que la contenía le iban sucediendo lo reveses y desaires del mundo adulto. Durante casi 20 años aquella voz quedó atenuada, casi inaudible, hasta que, acabándose el siglo, resurgió. Enérgica, poderosa, incólume, la niña habló en Luciérnagas (1993), pero iba a expresarse para siempre en las intemperies interiores de Paraíso inhabitado (2008). Pero qué Cervantes ha sido este premio.
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