EL SANGRIENTO INICIO DEL SIGLO XX / CRÓNICA DE UNA MASACRE

La tempestad de acero

El 28 de julio de 1914 -mañana se cumplen cien años-, Austria declaró la guerra a Serbia. Fue el inicio de una pesadilla que desmembró tres imperios y engulló 20 millones de vidas, entre militares y civiles; el arranque de una carnicería que cambió el signo de los tiempos: en realidad, el siglo XX y dos de sus principales protagonistas -el comunismo y el fascismo- son hijos de la llamada Gran Guerra.

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POR OLGA MERINO

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En aquel tórrido verano, nadie presagió que se avecinaba la primera tragedia del siglo XX. La opinión pública europea estaba convencida de que la contienda sería corta y que, al estilo de las guerras napoleónicas, se resolvería con estrategias brillantes de los mariscales de campo y unas pocas escaramuzas ganadas por el bando propio. Incluso el káiser Guillermo II auguró que sus tropas –aquellos hombres tocados con el pickelhaube, el casco prusiano rematado por el típico pincho– regresarían a casa «antes de que las hojas caigan de los árboles».

Nada de eso. La conflagración, la primera contienda global, se alargó durante cuatro años revelándose como una máquina de trinchar carne: 65 millones de efectivos movilizados, 10 millones de uniformados muertos y otros 15 millones ciegos o con severas mutilaciones. También se calcula que perecieron 10 millones de civiles, buena parte de los cuales a causa del hambre y de las enfermedades que el conflicto se encargó de esparcir.

¿Pero cómo pudo desatarse la barbarie? ¿Cuál fue la espolada del horror impredecible? Entre la complejísima trama de intereses –y simplificando mucho–, pueden subrayarse dos motivos como desencadenantes. En primer lugar, la voluntad del imperio austro-húngaro de escarmentar al nacionalismo serbio por la provocación de haber liquidado a su heredero, el archiduque Francisco Fernando. No puede decirse que el delfín de los Habsburgo gozase de gran predicamento, pero su asesinato en el atentado de Sarajevo (28 de junio de 1914), junto con su esposa, Sofía, la duquesa de Hohenberg, sirvió en bandeja el pretexto para ajustar cuentas con Serbia, un vecino que por su volatilidad resultaba bastante incómodo. En Roma, el papa Pío X, enfermo de gravedad, sufrió un desmayo al enterarse, y el emperador alemán interrumpió sus vacaciones en Kiel apenas conoció la noticia. 

Justo un mes después (28 de julio), arrancaban las hostilidades de forma oficial. Austria declaró la guerra a los serbobosnios bombardeando Belgrado, no sin antes haberse asegurado el respaldo de Alemania, que le firmó un «cheque en blanco». La maquinaria echaba a rodar.

Los generales de Guillermo II acertaron inicialmente con sus planes intuyendo que la Rusia zarista, de cuyo expansionismo recelaban, picaría el anzuelo, como así fue: solo tres días después, los rusos se movilizaron con el objetivo de amparar a la pequeña Serbia eslavo-ortodoxa. Sin embargo, los alemanes cometieron un grave error de cálculo –y he aquí la segunda gran causa del conflicto– al minusvalorar el intrincado sistema de alianzas bélicas imperante en un tiempo en que, además, la guerra no se consideraba todavía la espita del desastre, sino un instrumento más para hacer política.

El mismo káiser, de carácter inestable y ánimo belicoso, estaba persuadido de que los franceses no entrarían en guerra, entre otras razones porque los consideraba «un pueblo afeminado, no de hombres como los anglosajones o los teutones». Se equivocó de lejos: una diabólica reacción en cadena empujó a Europa a la catástrofe y, en virtud de sus posesiones coloniales, extendió el conflicto hasta África, los desiertos de Mesopotamia y las aguas del Atlántico: 32 países en total.

El estúpido orgullo nacional de ambos bandos se encargó de urdir el resto. El historiador británico Max Hastings, en el ensayo 1914. El año de la catástrofe (Crítica), explica cómo los soldados franceses se dirigían hacia la batalla con la casaca azul y el pantalón rojo, que se mantuvo en el uniforme por pundonor patriótico a pesar de que los convertía en un blanco fácil. Las columnas avanzaban capitaneadas «por bandas de música que interpretaban marchas militares, banderas al viento y oficiales montados a caballo agitando las espadas con sus manos enfundadas en guantes blancos». El día al que se refiere Hastings, el 22 de agosto, fallecieron de una tacada 27.000 jóvenes franceses sin haber ganado ni un solo palmo de terreno.

Trincheras y alambradas

Pero la primera guerra mundial permanecerá por siempre jamás en el imaginario colectivo como la contienda de las trincheras. Una enorme cicatriz hecha con surcos protegidos por alambrada de espinos –importación, por cierto, de las praderas norteamericanas– atravesaba el imperturbable verdor de los campos, centenares de kilómetros, desde Suiza hasta el mar del Norte. Un endemoniado laberinto de sangre, oscuridad, lluvia, piojos, frío, ratas, insomnio y lodo, mucho lodo, sobre todo en las tierras pantanosas de Flandes. A menudo, los soldados debían colocar tablones para evitar que los succionara el cieno, y tenía suerte quien disponía de un cadáver para apuntalarse o sentarse. En el periódico de trinchera francés Le Bochofage (el devorador de alemanes), podía leerse en marzo de 1916: «El infierno no son las balas... El infierno es el barro».

El conflicto se enfangó de forma literal. La línea apenas se movió en dos años, durante los cuales tan solo cambiaron los hombres del reemplazo. Una paciente tarea de desgaste. En palabras de David Stevenson, otro británico, profesor de Historia en la London School of Economics, la guerra en el frente occidental fue una «competición desesperada entre dos oponentes muy igualados»: la eficacia bélica germana frente al mayor número de hombres y recursos de los aliados.

La vida en las trincheras oscilaba entre el tedio de los días inacabables y el espanto. En su Diario de guerra, 1914-1918 (Tusquets), el alemán Ernst Jünger, voluntario en la contienda y autor también del desasosegante relato autobiográfico Tempestades de acero, describe así un día de enero en los campos de Francia: «A todo lo más 80 metros de nosotros yacen unos 6 u 8 franceses muertos, que están ahí desde hace ya unos dos meses. Los miembros, esparrancados en el pantalón rojo y en los capotes azules, tienen un aspecto extraño; con mis prismáticos echo de ver el color de la putrefacción, ceniciento, casi negro, del rostro de unos de ellos. […] En general, lo más desagradable para mí son el frío y la humedad en nuestros hoyos. Mientras escribo esto, estoy echado bajo un abrigo de trinchera con un poco de paja húmeda; llueve y la zanja tiene ya varios centímetros de agua».

En verdad, la primera guerra mundial dio tan exquisitos frutos literarios –Rebecca West, Erich Maria Remarque, Hemingway, Céline– que hay quien asegura que llegó a apropiarse de las argumentaciones de los historiadores. En el otro bando, en el de los aliados, el poeta y novelista Robert Graves, que resultó herido, escribía: «Ni siquiera la promesa de una ración extra de ron logró levantar los ánimos del batallón. No había nadie que no estuviera de acuerdo en que aquel ataque era inútil, imbécil e irrealizable». El autor de Yo, Claudio se refería a la batalla del Somme, el mayor desastre de la historia militar británica, una ofensiva que costó la vida a 20.000 hombres en una sola jornada, la del 1 de julio de 1916.

A pesar de lo que el recuerdo de las trincheras pueda sugerir de primitivo, el primer conflicto global supuso una transformación asombrosa en el arte de la guerra por la irrupción de las nuevas tecnologías. Por primera vez se incorporaron al campo de batalla los submarinos, los carros de combate y otros mortíferos ingenios, como el mortero Gran Berta, en honor a la hija del fabricante Krupp, y la ametralladora alemana Maxim MG08, que se encargó en parte de perpetrar la carnicería del Somme. También los bombardeos aéreos, aunque, en comparación con la segunda guerra mundial, la función primordial de los aviones fue el reconocimiento fotográfico para dirigir a la artillería.

Metamorfosis en retaguardia

Se desarrolló asimismo el horror de las armas químicas. Ya en el inicio de la guerra los franceses habían lanzado gas lacrimógeno contra las trincheras enemigas, pero los alemanes dieron un paso más allá el 22 de abril de 1915, al usar por vez primera en el frente de Yprès –de ahí su nombre– la llamada iperita, una sustancia que ataca las vías respiratorias, los ojos y la piel (se la conoce también como gas mostaza porque su olor resulta muy similar).

Mientras tanto, en la retaguardia, se fraguaban otras metamorfosis que iban a modificar el devenir de la historia: ni el fervor nacionalista ni el malestar obrero causaron la guerra, pero sí alimentaron las tensiones que la precedieron. También, por primera vez, la propaganda invadió el espacio público con la misión de orientar la opinión de los ciudadanos. Y asimismo, aunque la mujer ya se había incorporado al mercado de trabajo antes de 1914, la necesidad de brazos hizo que su número creciera de forma espectacular en factorías y talleres, hasta el punto de que en Francia, en 1918, el 25% de la mano de obra en el sector metalúrgico era femenino. Trabajan en jornadas extenuantes a cambio de un salario ínfimo, de ahí que el mariscal francés Joseph Joffre se animara a decir: «Si las mujeres en las fábricas dejaran de trabajar durante 20 minutos, los aliados perderíamos la guerra». Después de la contienda, sin embargo, fueron expulsadas sin miramientos, y tuvieron que pasar años para que se les reconocieran derechos.

Las condiciones de la Gran Guerra fueron tan extremadamente duras en el frente que algunos historiadores se preguntan cómo los soldados, en su mayoría campesinos y obreros iletrados, las soportaron. Desde luego, se produjeron motines de mayor o menor envergadura, pero el único con trascendencia decisiva tuvo lugar en la Rusia zarista de Nicolás II, donde las tropas, desabastecidas y mal alimentadas, se negaron a disparar contra los manifestantes en Petrogrado, que protestaban contra la combinación fatídica de escasez e inflación. De esta forma, casi como un efecto colateral de la guerra, estallaba la revolución bolchevique de 1917.

Ese mismo año, la contienda sufrió un vuelco con la incorporación de Estados Unidos a los beligerantes, en el bando aliado. ¿El motivo? Sobre todo, razones mercantilistas, aun cuando el presidente Thomas Woodrow Wilson declarara que solo los pueblos libres «pueden preferir los intereses de la humanidad a sus propios intereses». Después del enfrentamiento en Jutlandia, entre las costas de Dinamarca y Noruega, en lo que se considera la mayor batalla naval de la contienda, los alemanes comenzaron a hacer un uso más intensivo de los submarinos, que torpedeaban los navíos sin previo aviso. Cientos de barcos se iban a pique cada mes, en su mayoría norteamericanos, de cuyos suministros dependía Gran Bretaña. En respuesta, la declaración de hostilidades.

El principio del fin

Hasta 1918 ninguno de los contendientes había abandonado la esperanza de ganar la guerra, pero en el verano de ese año comenzó a gestarse el principio del fin. En agosto, las posiciones alemanas en el frente occidental se vinieron abajo. Además, una epidemia de gripe de gravedad inusitada –gripe española, la bautizaron– se estaba cobrando numerosas bajas entre los efectivos de ambos bandos y también entre los civiles, diseminado el contagio por los movimientos de tropas. Los soldados caían rendidos. La penuria espoleaba a las multitudes revolucionarias en las ciudades devastadas. La población pasaba hambre, sobre todo en Viena. Fue también entonces, en verano, cuando el presidente Wilson prometió el «reconocimiento del derecho de los pueblos» y una paz justa. Le tomaron la palabra.

El 9 de noviembre, se proclamó la república alemana, apenas media hora después de que el káiser Guillermo II hubiese presentado la abdicación. Dos días más tarde, en un vagón del tren del mariscal Foch, detenido en el bosque de Compiègne, en la Picardía francesa, se firmaba el armisticio entre Alemania y los aliados. La guerra había terminado.

Los principios étnicos

Pese al voluntarismo de la doctrina Wilson sobre el derecho de los pueblos a la autodeterminación, con sus famosos 14 puntos para asentar la paz, la recomposición del mapa europeo se reveló un rompecabezas irresoluble por la caída de tres potencias: Alemania, Rusia y el imperio austro-húngaro. Durante la Conferencia de Versalles, en 1919, el postulado de «fronteras basadas en principios étnicos» no solo resultó una utopía, sino que también se convirtió en fuente de diversos conflictos, por cuanto en la Europa central y oriental las naciones a menudo se entremezclaban y exigían los mismos territorios. Aun así, sobre las ruinas imperiales emergieron nuevos países, como Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Finlandia y los tres estados bálticos. 

Después de la caída del imperio otomano, que había batallado al lado del káiser, el intento de los aliados por repartirse Oriente Próximo –y sus reservas de petróleo– resultó un estropicio, con la creación de estados que a menudo no tenían nada que ver con la naturaleza del territorio. Es más, si la mayoría de los conflictos actuales tienen su raíz en la segunda guerra mundial o en la descolonización, los problemas en aquella región son herencia directa de la primera.

El historiador Norman Stone cuenta, por ejemplo, que el exoficial galés Thomas Edward Lawrence, el legendario Lawrence de Arabia, gran conocedor del medio, se llevaba las manos a la cabeza ante el desafuero cometido en Irak, que se creó a partir de la fusión de tres provincias otomanas, dominadas a su vez por chiís, sunís y kurdos (las consecuencias de aquello todavía las pagamos hoy): «Mientras los turcos habían gobernado Irak con un ejército de 14.000 soldados […], los británicos, con 100.000 soldados, tanques, aviación y gases, tenían que combatir a todo el mundo».

Los pasos a nivel

La lista de fracasos en Versalles no acaba ahí. La conferencia de paz había establecido la creación de la Sociedad de Naciones, un organismo internacional que se encargaría de arbitrar en los conflictos entre estados, pero, aunque empezó con buen pie, pronto quedó relegada a un papel secundario, casi inútil. Stone subraya que la institución vino a saludar el estallido de la segunda guerra mundial con un enjundioso debate sobre la homogeneización de los pasos a nivel.

Pero fue Alemania, sin lugar a dudas, quien se llevó la peor parte. El artículo 231º de las capitulaciones hacía recaer sobre sus hombros «toda la responsabilidad de la guerra» y la obligaba a resarcir a los vencedores por los daños causados. Aparte de la merma geográfica –Alemania perdió todas sus colonias y un buen pellizco de su corazón prusiano–, aquella nación forjada en los campos de batalla del siglo XIX no podría dotarse en el futuro de un ejército de más de 100.000 hombres ni disponer de artillería.

Con todo, el quid del asunto era económico. La república de Weimar se comprometía a entregar a los aliados «el 75% de su producción de zinc, el 28% de su producción carbonífera y alrededor del 20% de su cosecha de patatas» (en suma, tendría que abonar una cuarta parte de los ingresos obtenidos por sus exportaciones, y así durante una generación). El monto total de la restitución se fijó en 132 millones de marcos-oro. Aunque se consideraban reparaciones de guerra, parece que la razón última de los aliados estribaba en impedir que la industria alemana levantase cabeza y liquidar de paso las deudas contraídas durante el conflicto.

Inflación y extremismos

Muchos historiadores consideran que el resentimiento por la dureza de las condiciones impuestas a los vencidos sembró las semillas de la segunda guerra mundial. Y aunque Alemania solo llegó a pagar un pequeño porcentaje de la factura, otros factores, como los estragos de la inflación y el asedio del extremismo, tanto de derechas como de izquierdas, se encargaron de zarandear una estabilidad precaria.

El mismo Adolf Hitler había luchado en la primera guerra mundial, en la que fue galardonado con la Cruz de Hierro. En otoño de 1918, un ataque con gas tóxico, cerca del río Lys, le causó una ceguera temporal y tuvo que ser evacuado del frente. Fue en el hospital, mientras se recuperaba, cuando se enteró del armisticio, y arrancó a llorar; así relata en Mi lucha cuál fue su reacción: «No había llorado jamás desde el día en que me vi frente a la tumba de mi madre […] Todo había sido, pues, inútil, en vano todos los sacrificios y todas las privaciones […] ¿Había sucedido todo aquello para que una panda de criminales miserables pudieran apoderarse de la madre patria?». Fue entonces, así lo explica, cuando germinó en su mente el odio hacia «los promotores del desastre, que habían apuñalado por la espalda a la amada nación: los marxistas y los judíos».

Estaba, pues, allanado el camino para la segunda guerra mundial, mucho más terrible que su antesala. Faltaba apenas una década, cuando, a lo lejos, ya se oía cabalgar de nuevo a los jinetes del apocalipsis.